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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

jueves, 3 de noviembre de 2011

Homilía XXXII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Sb 6, 12-16 / Sal 62 / 1-Tes 4, 13-18 / Mt 25, 1-13 
«Velad, porque no sabéis el día ni la hora»

Apenas unos días hemos comenzado el mes de Noviembre, el cual siempre nos lleva a la consideración de las realidades últimas. En efecto, comenzamos celebrando la Solemnidad de todos los santos e inmediatamente la conmemoración de los fieles difuntos, y así, sucesivamente vamos adentrándonos en los últimos domingos del tiempo ordinario que culminarán con la Solemnidad de Cristo Rey del Universo. Todas estas fiestas litúrgicas apuntan a considerar las verdades eternas, al fin de los tiempos, a la esperanza cristiana de la vida del más allá.
De igual manera, en este Domingo la Sagrada Escritura es rica en imágenes que despiertan en nosotros la atención por lo perdurable, lo permanente, lo imperecedero, por la eternidad.
Comienza la liturgia de la Palabra con el libro de la Sabiduría, una exhortación a buscar la sabiduría, la lectura nos habla del valor de la misma, así como de la posibilidad de encontrarla; por ella obtenemos la inmortalidad y el reino eterno. Pero, ¿En qué consiste esta sabiduría? – Nos lo aclara el final del capítulo (vs. 22-23). No es fácil distinguir cuándo el hagiógrafo se refiere a la Sabiduría divina y cuándo a la sabiduría participada por el hombre. Se ensalza el resplandor y la incorruptibilidad de la sabiduría (v. 12). Ésta aparece personificada: «se adelanta a darse a conocer», «sale al encuentro» de los que la anhelan (vv. 13.16); «está sentada» a la puerta de los que «madrugan por ella» (v 14); quien «vela por ella» se siente seguro (v. 15) y se le «muestra en los caminos» (v. 16), les enseña una conducta perfecta. Aunque es ella quien lleva la iniciativa, requiere que el hombre la desee y ponga los medios para adquirirla.
La sabiduría divina, a pesar de que el hombre se empeñe en negarla, sigue atrayéndonos, ya que es fuente y origen de todos nuestros bienes: “con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables..” (7,11). Es, además, el único bien inmarcesible (imperecedero). –Por eso debemos pensar en ella, madrugar y poner esfuerzo en buscarla afanosamente, velar por ella, amarla, en definitiva.
El salmo 62 lo expresa muy bien con ese anhelo del alma orante: «¡Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío! Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua.»
Por eso, san Pablo expresaba a los cristianos de Tesalónica que la esperanza cristiana no admite aflicción ni desasosiego ya que se fundamenta en el hecho real de la resurrección final. Las enseñanzas de Jesús en sus discursos escatológicos no ocasionaban ansiedad ni angustia en los discípulos, sino todo lo contrario.
Sus palabras nos invitan a la vigilancia y espera de un encuentro amoroso con Aquel a quien se ama. La imagen de la parábola de las vírgenes necias y las sensatas no expresa otra cosa. -«¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!» Ese es el grito del amor. El rechazo y respuesta final del Esposo: -«Os lo aseguro: no os conozco», responde al reproche del amor herido que no ha sido correspondido. Jesús quiere que vivamos nuestra vida cristiana como quien vela, y se prepara al encuentro del amor que sana y libera. El cristiano debe ser, por eso, un hombre despierto, precavido, vigilante, un hombre que está pronto a recibir al Señor cuando llega.

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