Ciclo
B
2-Sam 7, 1-5.8-12.14.16 / Sal
88 / Rom 16, 25-27 / Lc 1, 26-38
«Ve y dile a mi siervo David: «¿Eres tú quien me va a
construir una casa para que habite en ella?» 2-Sam 7,4-5
Hoy la liturgia nos hace detenernos ante el hecho de la preocupación
legítima que sentía el Rey David por hacer construir un lugar sagrado, un
templo, una casa para el Señor. El templo era para los pueblos paganos
(egipcios, asirios y babilónicos), el centro de su vida y de su religiosidad
porque allí guardaban a sus dioses. En Israel, en cambio, la función del templo
iba a ser completamente diferente. Se fundamenta en que el Dios verdadero no
puede contenerse en un templo, ni necesita un edificio en el que permanecer. El
es un Dios personal, ligado a su pueblo, y, si acepta los lugares de culto
antiguos – el tabernáculo del desierto (la
tienda del encuentro) y más tarde el templo de Jerusalén – es sólo como
signos de su presencia en medio del pueblo, no como habitación imprescindible.
Es así como entendemos la profecía de Natán, en la primera lectura,
que señala que más que el templo, el signo de la presencia y protección divina
es la dinastía davídica, constituida desde un principio por querer exclusivo de
Dios. «Te pondré en paz con todos tus enemigos, y, además, el Señor te
comunica que te dará una dinastía». De ahí el juego de palabras entre «la
casa de Dios» (templo) y «la casa de David» (dinastía). Lo que en definitiva
Dios le dice a David es: «No serás tú quien me edifique una casa sino que el
Señor te anuncia que Él será quien te edifique una dinastía» (2-Sam 7, 11). El
centro del oráculo de Natán es por tanto consolidar la descendencia monárquica
de David.
¿Cómo es que específicamente ha sido Dios quien se construye para sí
una «Casa donde habitar»? No podemos pensar en esa respuesta sin pensar en la
Virgen María. ¿No es acaso este el «Misterio escondido en secreto durante
siglos y que ahora es manifestado por las Escrituras Sagradas para atraer a
todas las naciones a la obediencia de la fe» –como dice San Pablo a los
Romanos, en la segunda lectura de hoy.
Dios se ha preparado una casa para sí, donde habitar, en el seno
casto de la Virgen de Nazareth. Es lo que contemplamos hoy en la lectura del
Evangelio. María, es la virgen (doncella) profetizada en Isaías (7, 14) como un
signo de lo que va a manifestarse. «He aquí que una doncella está encinta y va
a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel»; la mujer que concibe y
da a luz está unida al destino del hijo –un príncipe destinado a establecer un
reino ideal, el reino mesiánico-. En efecto, el signo no es sólo el niño, sino
también la concepción extraordinaria, acontecimiento que subraya el papel
central de la madre: que concibe sin intervención de varón, y que el Niño,
verdadero hombre por ser hijo de María, es al mismo tiempo Hijo de Dios en el
sentido más fuerte de esta expresión.
Al leer la historia de la salvación, vemos cómo la Escritura va
iluminando poco a poco con más claridad cómo Dios se fue preparando su casa en
la figura de la mujer, la que será la Madre del Redentor. Se va delineando la
figura de María desde los comienzos de la historia de la salvación: desde el Protoevangelio (Gn 3, 15), las profecías
del Emmanuel (Isaías 7, 14) y la de Isaías 9, 5, nos van revelando que esta mujer
es también signo de lo que va a manifestarse. Miqueas habla de un cierto tiempo
de abandono de Dios «hasta el tiempo en que de a luz la que ha de dar a luz…»
(Mi 5, 1-2). Todas esas profecías van delineando y preparando “la plenitud de
los tiempos”, cuando envió Dios a su hijo, “nacido de una mujer” (Gal 4, 4).
Pero, ¿quién es esta doncella de Nazareth? Para los hombres, no es
sino «una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de
David»; en cambio, para Dios, es la «llena de gracia», la criatura más excelsa
y singular que hasta ahora ha venido al mundo; y sin embargo, ella se tiene a
sí misma como «la esclava del Señor».
Hoy contemplamos el signo de aquel embarazo, ya próximo a darnos al
tan esperado por los siglos. La salvación está a punto de brotar, brota de la
tierra, la justicia y la paz desde el cielo. En este embarazo, todos nacemos a
una nueva vida. Contemplemos y meditemos estos días uniendo nuestro corazón al
de María.
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