Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
En la Octava de la Natividad del Señor
«¡Salve, Madre Santa!
Virgen, Madre del Rey,
que gobierna cielo y tierra por los siglos de los
siglos».
Así saluda la Iglesia a Nuestra Señora en la
entrada solemne de esta fiesta y pedimos a Dios, Nuestro Señor, “que nos
conceda experimentar la intercesión de Aquella de quien hemos recibido a su
Hijo Jesucristo, el autor de la vida” –oración colecta.
El hecho mariano está en la entraña misma de la fe
cristiana. Es un hecho vinculado irrenunciablemente a la realidad y a la misión
personal del Verbo encarnado. Por ello, al coronar la octava de Navidad, la
liturgia romana nos presenta hoy el misterio del Emmanuel en su marco más exacto: el regazo maternal de María. La
que hizo real la presencia del Hijo de Dios encarnado, Príncipe de la Paz, ha de ser reconocida por todos como la Santa Madre, Reina de la Paz.
De hecho, hoy comenzamos el año nuevo 2012, y la
Iglesia siempre comienza el año civil proclamando La Jornada de Oración por la Paz. Este año,
el lema del mensaje del Papa Benedicto XVI lo plantea desde una perspectiva
educativa: «Educar a los jóvenes en la
justicia y la paz». El Santo Padre está convencido de que los jóvenes, con
su entusiasmo y su impulso hacia los ideales, pueden ofrecer al mundo una nueva
esperanza. Todos somos responsables y debemos sentirnos comprometidos a saber
escuchar y valorar a nuestros jóvenes si queremos construir un futuro de
justicia y de paz. Hemos de transmitir a los jóvenes el aprecio por el valor
positivo de la vida, suscitando en ellos el deseo de gastarla al servicio del
bien. La Iglesia mira a los jóvenes con esperanza, confía en ellos y los anima
a buscar la verdad, a defender el bien común, a tener una perspectiva abierta
sobre el mundo y ojos capaces de ver «cosas nuevas».
Las lecturas de este domingo nos ponen en perspectiva de esa Paz que
el mundo necesita. La primera lectura (Nm 6, 22-27) nos dice que el nombre de
Dios será invocado sobre los israelitas y Él los bendecirá. La bendición
solemne del sacerdote al Pueblo de Israel era un signo de la presencia amorosa
de Dios entre los suyos. En la nueva Alianza, esta presencia se nos ha hecho
real y personal en Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María. El concepto
bíblico de la bendición implica una acción de Dios, que lleva al hombre a la
plenitud y a la felicidad. El Señor, bendiciendo al hombre, le concede las
condiciones del éxito en vida y en su trabajo. Israel era un pueblo bendito. La
Iglesia es también un pueblo bendito. El cristiano, perteneciendo a ese pueblo, debe aparecer como un hombre bendito, un hombre que se ha realizado y que es
libre. La Iglesia se lo recueda cuando al fin de la celebración eucarística el
sacerdote le da la bendición, tantas veces menospreciada y recibida rutinariamente.
Hoy pedimos la bendición de Dios con el Salmo 66: «El Señor tenga
piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros…» No podemos olvidar que
la mayor bendición que hemos recibido de Dios es que «envió a su Hijo, nacido
de una mujer». Por cuanto, el Hijo de Dios se ha hecho hombre por María, todos
podemos reconocernos hijos de Dios en el ámbito amoroso de la Maternidad divina
de María. San Pablo nos recuerda la filiación mariana de Jesús, y nos invita a
vivirla también nosotros en el servicio de Dios, en la acogida de esa Palabra
divina y en la fidelidad a la misma (Ga 4, 4-7).
El Evangelio nos dice que los primeros testigos del dato de la
Navidad, los pastores, encontraron a María, a José y al Niño. Luego, que a los
ocho días, impusieron al niño por nombre Jesús. Desde el primer momento de la
encarnación, encontramos realmente a Jesús, nuestra Paz y reconciliación, en
María, con María y por la Virgen María.
La entrada de Dios en nuestra historia es como un encuentro entre la
miseria de los hombres y la misericordia gloriosa de Dios. Y la Virgen María es
un símbolo de la Iglesia. Como ella, la Virgen toma la preciosa sangre
sacrificial de Cristo y se la ofrece a Dios sin descanso, todos los días y a
todas las horas; se la ofrece por la pibre, por la extraviada y pecadora
humanidad, que siempre está en guerra en algún lugar y para quien pide la Paz.
La Iglesia quiere la paz entre los hombres y por eso acude con su
plegaria a la Madre del Príncipe de la Paz, para que la otorgue ampliamente a
la humanidad. Amén.
Padre Pedro
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