Ciclo B
Is 61,
1-2.10-11 / Sal Lc 1 / 1-Tes 5, 16-24 / Jn 1, 6-8.19-28
«Estad siempre alegres… esta
es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros» - 1-Tes 5, 16s.
San Pablo
parece darnos hoy el tono humano que caracteriza el estilo de vida de un
cristiano en medio del siglo presente: la alegría, la oración y la acción de
gracias. Ante un Dios “fiel que cumple sus promesas”, aguardar su “parusía”,
debe ser motivo de esa alegría, acciones de gracias y vida de oración. Hoy celebramos
«el Domingo Gaudete» dentro del Adviento, precisamente por el tono de júbilo y
alegría presente en las lecturas. La alegría es fundamental en el cristianismo,
que por esencia es Evangelium –Buena Nueva–
y no nos parece razonable recibir una buena noticia con aires de tristezas.
La alegría es
uno de los principales temas en las sagradas Escrituras. El mensaje de la
Biblia es profundamente optimista: Dios quiere la felicidad de los
hombres; que vivan plenamente y participen de su ser.
Los maestros
espirituales de todos los tiempos han enseñado que lo que da más paz,
tranquilidad y alegría es la perfecta conformidad con la voluntad de Dios:
«Quiere siempre y en todo lo que Dios quiera y como Dios lo quiera».
Sin duda, el hombre
moderno busca también la alegría humana, pero pocos la encuentran, o queda
reservada a unos pocos e incluso, generalmente, son alegrías dudosas o
pasajeras. Hay quienes buscan la alegría en la evasión, el sueño y el placer, y
aceptan una vida cotidiana sin relieve y sin sentido.
El mundo no es
absurdo, ya que Dios lo ama, y el principio vital de su éxito se nos ha
dado una vez por todas en Jesucristo. Es que el mundo no se ha enterado. Precisamente
dice hoy el Evangelio que surgió un hombre enviado por Dios, llamado Juan (el Bautista),
que venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos
vinieran a la fe, y decía: “En medio de vosotros, hay uno que no conocéis”. Ese
que el mundo no conoce, es la fuente de la alegría verdadera, de la paz
duradera y la esperanza cierta.
De igual manera
nos recuerda hoy la voz profética del tercer libro del profeta Isaías (caps.
56-66), escrito probablemente en el periodo posterior al exilio babilónico
(siglos VI-V a.C.), el tono de esperanza y alegría con el que se anuncia la
inminente manifestación de Dios; “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro
con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala… Como el suelo echa sus
brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la
justicia y los himnos, ante todos los pueblos”.
El mensaje
cristiano está lleno de esperanza y alegría para el hombre de todos los
tiempos. El entusiasmo cristiano se alimenta de la esperanza en una vida mejor.
En la vida eterna. Jesús es el único que nos promete vida eterna. Dice San
Pablo a los filipenses: «Manteneos alegres como cristianos que sois». «Que la
esperanza os tenga alegres». La esperanza hace llevadera la cruz, y soportable
el dolor. La esperanza es esencial para la vida del ser humano. El hombre sin
esperanza muere.
Decía el doctor
Víctor Frankl, al narrar sus experiencias con los prisioneros de los campos de
concentración nazis: «Sólo se mantenían vivos los que tenían esperanza.
Aquellos a quienes se les apagaba la llama de la esperanza, tenían sus días
contados». La esperanza de la vida eterna es la más brillante y cierta de las
esperanzas. Debemos vivir y comunicar esta esperanza.
Los cristianos
debemos ser portadores de esperanza. Dice el Concilio Vaticano II en la Gaudium
et Spes: «El cristiano tiene que dar al mundo razones para vivir y para
esperar».
Vivir la
esperanza cristiana llena la vida de ilusión y optimismo en un mundo donde
reina el pesimismo, la tristeza, la amargura, el vacío interior y el hastío. Un
mundo harto de materialismo y de sexo. Un mundo miope y arrugado.
La verdadera
alegría no llega hasta que no la trae Cristo. Nuestra alegría no será auténtica
hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas,
y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia. Por el
contrario, toda pérdida externa debería hacernos avanzar un paso hacia esa
intimidad y hacernos más maduros para nuestra felicidad auténtica.
Celebrar el
Adviento significa, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en
nosotros. Juan el Bautista y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que
andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo
invisible. Amén.
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