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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

jueves, 8 de diciembre de 2011

Homilía III Domingo de Adviento



Ciclo B
Is 61, 1-2.10-11 / Sal Lc 1 / 1-Tes 5, 16-24 / Jn 1, 6-8.19-28

«Estad siempre alegres… esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros»   -   1-Tes 5, 16s.

San Pablo parece darnos hoy el tono humano que caracteriza el estilo de vida de un cristiano en medio del siglo presente: la alegría, la oración y la acción de gracias. Ante un Dios “fiel que cumple sus promesas”, aguardar su “parusía”, debe ser motivo de esa alegría, acciones de gracias y vida de oración. Hoy celebramos «el Domingo Gaudete» dentro del Adviento, precisamente por el tono de júbilo y alegría presente en las lecturas. La alegría es fundamental en el cristianismo, que por esencia es Evangelium –Buena Nueva– y no nos parece razonable recibir una buena noticia con aires de tristezas.
La alegría es uno de los principales temas en las sagradas Escrituras. El mensaje de la Biblia es profundamente optimista: Dios quiere  la felicidad de los hombres; que vivan plenamente y participen de su ser.
Los maestros espirituales de todos los tiempos han enseñado que lo que da más paz, tranquilidad y alegría es la perfecta conformidad con la voluntad de Dios: «Quiere siempre y en todo lo que Dios quiera y como Dios lo quiera».
Sin duda, el hombre moderno busca también la alegría humana, pero pocos la encuentran, o queda reservada a unos pocos e incluso, generalmente, son alegrías dudosas o pasajeras. Hay quienes buscan la alegría en la evasión, el sueño y el placer, y aceptan una vida cotidiana sin relieve y sin sentido.
El mundo no es absurdo, ya que Dios lo  ama, y el principio vital de su éxito se nos ha dado una vez por todas en Jesucristo. Es que el mundo no se ha enterado. Precisamente dice hoy el Evangelio que surgió un hombre enviado por Dios, llamado Juan (el Bautista), que venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe, y decía: “En medio de vosotros, hay uno que no conocéis”. Ese que el mundo no conoce, es la fuente de la alegría verdadera, de la paz duradera y la esperanza cierta.
De igual manera nos recuerda hoy la voz profética del tercer libro del profeta Isaías (caps. 56-66), escrito probablemente en el periodo posterior al exilio babilónico (siglos VI-V a.C.), el tono de esperanza y alegría con el que se anuncia la inminente manifestación de Dios; “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala… Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos, ante todos los pueblos”.
El mensaje cristiano está lleno de esperanza y alegría para el hombre de todos los tiempos. El entusiasmo cristiano se alimenta de la esperanza en una vida mejor. En la vida eterna. Jesús es el único que nos promete vida eterna. Dice San Pablo a los filipenses: «Manteneos alegres como cristianos que sois». «Que la esperanza os tenga alegres». La esperanza hace llevadera la cruz, y soportable el dolor. La esperanza es esencial para la vida del ser humano. El hombre sin esperanza muere.
Decía el doctor Víctor Frankl, al narrar sus experiencias con los prisioneros de los campos de concentración nazis: «Sólo se mantenían vivos los que tenían esperanza. Aquellos a quienes se les apagaba la llama de la esperanza, tenían sus días contados». La esperanza de la vida eterna es la más brillante y cierta de las esperanzas. Debemos vivir y comunicar esta esperanza.
Los cristianos debemos ser portadores de esperanza. Dice el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes: «El cristiano tiene que dar al mundo razones para vivir y para esperar».
Vivir la esperanza cristiana llena la vida de ilusión y optimismo en un mundo donde reina el pesimismo, la tristeza, la amargura, el vacío interior y el hastío. Un mundo harto de materialismo y de sexo. Un mundo miope y arrugado.
La verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo. Nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia. Por el contrario, toda pérdida externa debería hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para nuestra felicidad auténtica.
Celebrar el Adviento significa, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan el Bautista y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Amén.

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