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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 15 de febrero de 2012

Homilía VII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Is 43, 18-19.21-22.24-25 / Sal 40 / 2-Cor 1, 18-22 / Mc 2, 1-12

Hay unas palabras del libro del Apocalipsis, que muy bien podrían expresar toda la verdad que el Evangelio de hoy nos revela: «Jesucristo es el Amén de Dios» (Ap 3,14). En efecto, cuando san Pablo le decía a los cristianos de Corinto que en Jesucristo “todo se ha convertido en un «sí»; que en Él las promesas de Dios se han cumplido en un «sí» y que por él podemos responder: «Amén» a Dios, para gloria suya» (segunda lectura); lo que quería decir es que nadie que haya encontrado a Jesucristo, nadie que escuche su palabra o le haya conocido, queda sin respuesta definitiva.
El Corazón de Jesucristo es el «sí» y el «amén» de la salvación para los hombres. Dios ha cumplido en Él sus promesas. Jesucristo es la única medicina de nuestros males. Escribe San Agustín: «Para eso, el Hijo de Dios asumió al hombre y en él padeció los achaques humanos.» Esta medicina de los hombres es tan alta, que no podemos ni imaginarla. Porque ¿qué orgullo podrá curarse, si con la humildad del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué avaricia podrá curarse, si con la pobreza del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué iracundia podrá sanarse, si con la paciencia del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué impiedad podrá curarse si con la caridad del Hijo de Dios no se cura? En fin, ¿qué debilidad podrá curarse, si con la resurrección del cuerpo del Hijo de Dios no se cura? Levante su esperanza el género humano, y reconozca su naturaleza. Vea qué alto lugar ocupa entre las obras de Dios" (El combate cristiano 11).
En Jesucristo se cumple cabalmente aquella promesa del profeta Isaías que hoy nos propone la liturgia. «Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no me acordaba de tus pecados» (Is 43, 25). Aquella profecía fue pronunciada en el contexto de la promesa de liberación de la esclavitud y exilio babilónico, para que Israel levantara su esperanza en el Dios que siempre es “Amén”, y perdona los pecados porque es fiel a su promesa, que supera siempre las expectativas del hombre. El salvará a Israel de una manera más profunda que lo que hasta ahora había visto. El perdón divino tendrá siempre la última palabra.
En el evangelio de hoy, vemos que la actuación de Jesús nos está revelando el aspecto totalizante de su misión. Jesús actúa como si estuviera en lugar de Dios. No sólo habla con una autoridad nueva, sino que cura enfermos, expulsa demonios y además, perdona pecados. Jesús está evangelizando, es decir, está preocupado por sanar efectivamente al hombre, llegando hasta lo más profundo de su mal.
Jesús viene a salvar a todo el hombre -cuerpo y espíritu, realidad interior y circunstancias exteriores- y aprovecha la ocasión que le brindan aquellos hombres audaces y confiados que esperan de Él la salud física de su amigo, para mostrar ante la multitud la totalidad de su misión. En un mundo como el nuestro, secularizado y permisivo, que intenta romper la barrera entre el bien y el mal, no podemos dejar de anunciar esa parte importante del mensaje de Jesús que es el perdón de los pecados.
El anuncio del "Evangelio del reino de Dios" empieza por comunicar al hombre la buena noticia de la reconciliación con Dios. El perdón de los pecados no es un hecho constatable por la experiencia objetiva, y así es más fácil decir "tus pecados te son perdonados", pues eso no se puede comprobar, que decir "levántate y anda". Pero ambas palabras son igualmente difíciles de pronunciar con verdad y autoridad. Los escribas debían haber admitido que el que es capaz de decir a un paralítico que se levante y conseguirlo efectivamente, es capaz también de perdonar los pecados, aunque este hecho no pudieran comprobarlo en sí mismo. Con todo y eso, Jesús no se contenta con perdonar los pecados, sino que, para que veamos que el perdón es real, cura también las enfermedades del cuerpo. Jesús muestra así que ha venido a salvar integralmente al hombre, en alma y cuerpo.

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