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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 7 de febrero de 2012

Homilía VI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Lv 13, 1-2.44-46 / Sal 31 / 1-Cor 10, 31-11,1 / Mc 1, 40-45

«Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: 
-Quiero: queda limpio.»

El milagro de la curación del leproso que hoy meditamos en el Evangelio no podemos dejar de verlo en el contexto de lo prescrito por la Ley de Moisés, y que hoy se nos narra el Libro del Levítico. En efecto, los leprosos tenían que vivir fuera de los pueblos y ciudades, y si se acercaban a un lugar habitado o se cruzaban con alguien en el camino, estaban obligados a gritar manifestando su condición de “impuros” para evitar que alguien se les acercase: "El que haya sido declarado enfermo de lepra, andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: "¡Impuro, impuro!" Mientras le dure la lepra, seguirá impuro: vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento" (Lv 13, 45-46).
En el fondo, aquellas personas eran declarados “muertos” en vida. Según la mentalidad de la época, cualquier sufrimiento, cualquier enfermedad que pudiera padecer una persona, se consideraba un castigo de Dios por el pecado. Ya no era cuestión de una precaución higiénica o médica, se había pasado a la marginación social justificada además con argumentos religiosos. O sea, los que estaban sanos no sólo se podían desentender tranquilamente de los enfermos, sino que también podían presumir de estar haciendo lo correcto, de ser buenos.
Dicho esto, podemos entender cuán conmovedor es que san Marcos diga de Jesús: «Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: -Quiero: queda limpio.» Si bien, resalta ante nuestros ojos la fe del leproso, que se dice a sí mismo: “él puede todo lo que quiere”, por eso - “Si quieres, puedes curarme”-. Pero por otra parte, el “querer” de Jesús da al traste con los paradigmas legales y morales de la época.
El pecado, el mal que hay en el hombre, también lo juzgamos contagioso. Pero no es posible separar al pecador, porque todos somos pecadores. «El que dice que no tiene pecado -dice san Juan- es un mentiroso». La primera enseñanza que hallamos en el evangelio de hoy, por tanto, es que no se trata de condenar, de separar, sino de curar, de liberar al pecador. Y para ello, hay que extender la mano y tocar la vida del que es considerado pecador.
Al tocar al leproso, Jesús se convertía en “impuro”, según la ley. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» dice san Pablo en 2-Cor 5, 21. Su solidaridad con el pecador, le llevó a hacerse “uno con ellos”. Jesucristo no excluye a nadie, pero tampoco deja a nadie igual que lo encontró. Jesucristo ama a cada hombre -a cada pecador, a cada leproso- y por ello no se desentiende de su mal, de su lepra: la cura. Es decir, lucha contra el mal, porque ama al hombre, a cada hombre, a cada pecador. Dicho de otro modo, ama a cada hombre y por ello quiere salvarle, liberarle, curarle.
Por eso, aquel argumento de algunos que se escudan en el Evangelio de hoy para decir, que Jesús no margina a los “leprosos” de su época, pero la Iglesia hoy margina a los homosexuales, a los curas que se casan, a las abortistas, etc. Es un argumento falaz y ridículo, ya que Jesús no dejó al leproso con su lepra, sino que le devolvió la vida, lo sacó de su marginación, de su mal, de su enfermedad. Lo reinsertó a la vida de los bienaventurados. De modo que el Reino de amor y bondad que Jesús hace presente nos invita a luchar contra todo mal, ayudar a superarlo, ser intransigentes contra cualquier pacto, cualquier "pasotismo" que no distingue entre bien y mal, entre verdad y mentira, entre justicia y opresión. Amén.

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