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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 27 de abril de 2010

Homilía III Domingo del Tiempo Pascual


Ciclo C
Hch 5, 27-32. 40-41 / Sal 29 / Apoc 5, 11-14 / Jn 21, 1-19

«Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos».
Jn 21, 14

El domingo pasado, la lectura evangélica terminaba proclamando aquella nueva bienaventuranza pascual, con la que Jesús repara la incredulidad de Tomás: «Bienaventurados los que crean sin haber visto». La Pascua es el tiempo propicio para renovar nuestra vida de fe. El relato del Evangelio de San Juan, de esta tercera aparición de Jesús en el Mar de Tiberíades, nos ayudará para ello.
El Señor hace su aparición, tomando por sorpresa a los discípulos. Su presencia Resucitada invadirá sus vidas como invade hoy la vida de la Iglesia. Es necesario disponerse para acoger esa Luz, esa Presencia, esa Salvación, que Cristo nos da. Pedro y los otros seis discípulos salen del encierro del cenáculo y se lanzan fuera, hacia el mar para pescar; pero después de toda una noche de fatiga, no pescan nada. Es la oscuridad, la soledad, la incapacidad de las fuerzas humanas.
Por fin, despunta el alba, vuelve la luz y aparece Jesús sobre la ribera del mar. Pero los discípulos, no lo reconocen todavía. La iniciativa es del Señor que, con sus palabras, les ayuda a tomar conciencia de su necesidad: no tienen nada para comer. Entonces, les invita a tirar otra vez la red. La obediencia a su Palabra cumple el milagro y la pesca es superabundante. Juan, el discípulo de la fe, reconoce al Señor y grita su fe a los otros discípulos. Pedro es el amor, que busca adherirse inmediatamente al amado y se arroja al mar para alcanzar lo más pronto a su Señor y Maestro. Los otros, a su vez, se acercan, arrastrando la barca y la red.
En tierra firme, Jesús les espera con el banquete preparado: el pan de Jesús está unido a los peces de los discípulos, su vida y su don se convierte en una sola cosa con la vida y el don de ellos. Es la fuerza de la Palabra que se hace carne y se convierte en existencia. Ahora, Jesús habla directamente al corazón de Pedro: «¿Me amas?». Esas palabras del Señor, que resuenan en el Hoy de la Liturgia, son repetidas también para mí. Sólo el amor es capaz de superar todas las infidelidades, las debilidades, las incoherencias. Aquel día comenzó para Pedro una nueva vida y también para mí, si lo quiero.
¡Pedro es ya un hombre nuevo! Por eso, podrá afirmar por tres veces que ama al Señor. Ya no se apoya en su fuerza, conoce su debilidad y Jesús le hace saber que en su debilidad se encuentra su fuerza, el lugar de un amor más grande. Pedro recibe amor, un amor que va más allá de su traición, de su caída: un amor que lo hace capaz de servir a los hermanos, de llevarlos a pastar a las praderas jugosas del Señor. Pedro se convertirá además en el Pastor bueno y, como el mismo Jesús, también, en efecto, dará la vida por el rebaño y extenderá las manos a la crucifixión, como afirman las fuentes históricas. Crucificado con la cabeza hacia abajo. Llevará hasta las últimas consecuencias aquella afirmación que dijo a las autoridades judías: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Su muerte manifestará su fe en que «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza», por quien dará su vida. Amén.

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