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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 6 de julio de 2010

Homilía XV Domingo del Tiempo Ordinario


«Por Cristo quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz».
Col 1,20

                Ante la pregunta de aquel letrado, un maestro en religión, nos podemos situar cada uno de nosotros: «Maestro, ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (Lc 10, 25). ¿Estoy caminando por el camino correcto que conduce a la vida eterna?
Alguno me dirá: «Sé que estoy bautizado, sé que me llamo cristiano (seguidor de Cristo), pero me falta algo». Entonces, le pasa como aquel escriba del evangelio de hoy. Aquel era un conocedor y letrado de la religión. ¿Cómo no iba a saber un experto en religión judía lo que hay que hacer para heredar la vida eterna?
El Señor le hizo reflexionar a través de aquella parábola del buen samaritano. Jesús le agranda los horizontes del amor, que por vivir en un ambiente legalista, se le habían empequeñecido. Le enseña que el prójimo no es sólo aquél con el que tenemos alguna afinidad –sea de parentesco, de raza, de religión, etc.–  sino todo aquel que necesita nuestra ayuda.
Siguiendo el mismo hilo de la parábola, si el sacerdote judío hubiese entrado en contacto con aquel moribundo que encontró en el camino, según la Ley de Moisés, hubiese incurrido en una impureza legal; porque según ésta, el contacto con un posible cadáver te hacía impuro. Por lo tanto, Jesús está indicándole al escriba que el cumplimiento de las normas legales nunca puede ahogar la misericordia.
En el fondo, ante la pregunta del escriba, “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”, sólo se admite una respuesta: “Haz lo que yo he hecho contigo”. Decía la segunda lectura de hoy: «En Cristo, por él, quiso Dios reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz».
En otras palabras, con esta parábola del Buen Samaritano, el buen lector puede comprender que Jesús es la encarnación de la misericordia divina ya que vive los mismos gestos misericordiosos del Padre.
San Agustín, como tantos otros Padres de los primeros siglos, identifica al Señor con el buen samaritano y al hombre asaltado por los ladrones (caído, moribundo), con Adán, origen y figura de la humanidad caída. Toda la vida de Jesucristo es revelación del Padre: sus palabras y sus obras. Haciéndose pobre nos enriqueció con su pobreza. En todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades. No vivió para sí mismo sino para nosotros, no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos, «Y por él, quiso Dios reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz».
Si el buen samaritano es imagen de Cristo, entonces sólo hay un camino para alcanzar la vida eterna: imitar a Cristo. Para esto tenemos que convertirnos. Decía la primera lectura de hoy: «Conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma». Y no podemos decir que eso es algo que me exceda a mis fuerzas, ni inalcanzable a mis capacidades; no es un mandato que está en lo alto del cielo, ni está más allá del mar. «El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.» -concluía el relato bíblico.
Pidamos a Santa María, nuestra madre misericordiosa, que nos llene de los mismos sentimientos de Cristo Jesús, que como buen samaritano se nos hizo el encontradizo en nuestro camino y nos recogió, nos curó, nos perdonó y nos dio nueva vida, por la sangre de su cruz. Amén.

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