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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 20 de julio de 2010

Homilía XVII Domingo del Tiempo Ordinario


« ¡Señor, enséñanos a orar! » - Lucas 11, 1

Después del evangelio de Betania, de la semana pasada, nos situamos hoy ante la figura de Jesús orante. Dice el Evangelio de san Lucas: «Estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Maestro, enséñanos a orar”».
¿Cómo sería aquella oración de Jesús que cautivó de tal manera a aquel discípulo como para que le pidiera, “enséñanos a orar”? Es, sobretodo, al contemplar a su Maestro en oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar. Contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre (Cat. Igl. Cat. 2601).
La oración del discípulo era distinta a lo que contemplaba en su Maestro. Intentar comprender cómo es la oración de Jesús, es como intentar acercarse a la zarza ardiendo que contempló Moisés.
Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, Hijo de la Virgen, aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. En cuanto hombre, aprendería de su madre que “conservaba todas las maravillas de Dios y las meditaba en su corazón” (Lc 1, 49); aprendería a orar en la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el templo. Pero su oración, brotaba de una fuente secreta distinta. Lo que hasta ahora se hacía en la tierra era la oración de las criaturas amadas por Dios, pero desde Jesús en adelante se trata de la oración filial. Esta es la oración que el Padre eterno esperaba de los hombres y que desde ahora por fin, el propio Hijo Único en su humanidad, va a vivir, con los hombres y a favor de los hombres.
Meternos en los evangelios para seguir la trayectoria de Jesús orante es toda una catequesis. Jesús nos enseña a orar antes de los momentos decisivos de nuestra vida: antes de su Bautismo y de su Transfiguración, antes de la Pasión, antes de elegir y llamar a los Doce, antes de la confesión de fe de Pedro. Se retiraba con frecuencia a la soledad de la montaña, con preferencia por la noche, para orar. Desde la Encarnación en adelante, el Verbo comparte en su “carne asumida”, todo lo que viven los hombres “sus hermanos” y comparte sus debilidades para librarnos de ellas.
Con el hecho de su oración, Jesús nos enseña a orar. El camino teologal por donde debe ir nuestra vida de oración es su propia oración al Padre. Necesitamos la audacia filial de su oración: «Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido» (Mc 11, 24). La fuerza de su oración: “Todo es posible para el que cree” (Mc 9, 23).
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice, citando una frase de San Gregorio Nacianceno, que «Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar» (n. 2697). También nos dice que no se puede seguir a Cristo sin orar.
Hagamos propósito de procurar crear el hábito de la oración personal, pero no se pude orar “en todo tiempo”; si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos. Estos son los llamados tiempos fuertes de la oración cristiana. Estos tiempos fuertes son los que alimentan la oración continua. Sin estos ritmos de oración: la oración de la mañana y la de la tarde, antes y después de comer, la liturgia de las Horas, el domingo centrado en la Eucaristía, el ciclo del Año Litúrgico y sus grandes fiestas, tu vida cristiana carecería de sentido.
La oración de Abrahán, de la que escuchamos en la primera lectura, es la oración humilde, sincera y audaz de quien sabe hablar con Dios como quien habla con un amigo. Es capaz de insistir, argüir y preguntar hasta conocer más íntimamente al Dios que le ha fascinado y le ha hecho salir de su tierra y de su parentela. Busca entender al Amor. Finalmente, san Pablo, nos desvela la profundidad del Dios de Abraham, que se reveló plenamente en Jesucristo al decirnos que “Estábamos muertos por nuestros pecados, pero Dios nos dio vida en él”. Dios es perdón infinito porque es amor infinito.

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