Ciclo C
Is 66, 18-21 / Sal 116 / Hb 12, 5-7, 11-13 / Lc 13, 22-30
«Señor, ¿serán pocos los que se salven?»
En la Fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María del domingo pasado, recordábamos el misterio de nuestra futura inmortalidad y de lo que nos espera en la otra Vida. Hoy, el Evangelio nos lleva a lo mismo: nos lleva a reflexionar sobre nuestro destino final para la eternidad.
Ante la pregunta sobre si serán pocos los que se salven, la respuesta de Jesús parecería sugerir que Dios sea un poco tacaño o poco generoso a la hora de dar la salvación. «Angosta es la puerta y estrecho el camino que conducen a la salvación, y pocos son los que dan con él» (Mt. 7, 13-14).
Sin embargo, la misma Sagrada Escritura nos da la respuesta: «Vendrán muchos de oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios» (Lc 13, 29). Dice el profeta Isaías (66, 18-21) que Dios ha llamado a hombres de todas las naciones, de todas las razas, de todas las lenguas. La salvación es una llamada universal, no sólo para los judíos.
La Iglesia en su magisterio nos enseña que todos los hombres estamos llamados a formar parte del Reino de Dios, porque «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). «Quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan no obstante a Dios con un corazón sincero, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (Lumen gentium, n.16).
Por otro lado, lo que sí queda claro en la respuesta de Jesús es que sólo pueden alcanzar esta meta de la salvación quienes luchan seriamente. De ahí la imagen de la “puerta estrecha”. La vida espiritual es combate. El Señor nos pide esfuerzo. La segunda lectura de hoy nos lo propone también: «Por eso, robustezcan sus manos cansadas y sus rodillas vacilantes; caminen por un camino plano, para que el cojo ya no se tropiece, sino más bien se alivie.» (Hebreos 12, 13).
La puerta ancha y la puerta estrecha de la que nos habla el Evangelio de hoy, se refieren a las opciones eternas que tenemos para la otra vida: el Infierno y el Cielo. El Cielo es la meta para la cual fuimos creados, y Dios desea comunicarnos su completa y perfecta felicidad llevándonos al mismo.
En el Cielo amaremos a Dios con todas nuestras fuerzas y El nos amará con su Amor que no tiene límites. Allí ya no desearemos, ni necesitaremos nada más, pues es la satisfacción perfecta de nuestro anhelo de felicidad. Dios no predestina a nadie a ir al infierno, para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final.
San Josemaría Escrivá nos recuerda que «Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad. —Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad, como hijos de Dios?»
Aspiremos con toda nuestra voluntad a vivir como hijos de Dios, así el amor opacará el temor ante lo que no nos es posible saber. Amén.
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