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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 24 de agosto de 2010

Homilía XXII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Ecle 3, 17-18.20.28-29 / Sal 67 / Heb 12, 18-19.22-24b / Lc 14, 1.7-14


«Amigo, sube más arriba. 
Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido.»  
(Lucas 14, 10-11)

La humildad es tan necesaria para la salvación que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. El domingo pasado uno le preguntaba a Jesús: «¿Serán pocos los que se salven?» Y hoy Jesús nos está contestando que se salvarán sólo quienes son humildes. Jesús observa las actitudes entre los asistentes de aquel banquete en casa de un prominente fariseo, y nos da un ejemplo para que entendamos que la salvación sólo la podemos alcanzar cuando somos concientes de que cuanto tenemos no lo merecemos. No son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino la gracia de Dios, su favor.
La primera lectura nos decía: “Hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor, porque sólo Él es poderoso y sólo los humildes le dan gloria” (Eclo. 3, 19-31). ¿Qué tendrá la humildad que tanto agrada a Dios?
«Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les da su gracia. Humillaos, pues, bajo la mano poderosa de Dios para que os exalte al tiempo de su visita» -dice el apóstol san Pedro en su primera carta (1-Pet 5, 6)-. Y el Salmo 50 nos recuerda que «Un corazón quebrantado y humillado, tu ¡Oh Dios!, no lo desprecias» (Sal 50, 19).
No en balde comenta san Agustín en una de sus Epístolas: «Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero la humildad, lo segundo la humildad y lo tercero la humildad» (Epístola 118).
Nosotros todos hemos sido tratados mejor de lo que merecíamos delante de Dios. Por eso, ante Él, hemos de conducirnos siempre en humildad. Fijémonos cómo la historia sagrada fue enseñando al pueblo escogido a comportarse ante Dios con temor y reverencia, en humildad. En el Antiguo Testamento vemos  cómo el pueblo de la Alianza en el Sinaí, cuando presenciaban el espectáculo sobrecogedor de Dios que se les acercaba o se les revelaba, temblaban aterrorizados. Dios se les revelaba como un fuego tangible y ardiente, como una densa oscuridad, como una siniestra tiniebla, como la tempestad. Al son de trompetas ensordecedoras, ante el clamor de palabras que cuando las oían, suplicaban que no les hablara más. No se sentían capaces de soportar aquella terrible visión. Moisés llegó a exclamar: «Estoy aterrorizado y temblando» (Heb 12, 21).
En cambio nosotros nos hemos acercado al Monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial, a miríadas de ángeles, a la asamblea gozosa, a la Iglesia de Jesucristo. A Jesús que es mediador de la nueva alianza y a la sangre derramada, que habla mejor que la de Abel (v. 22-24). La sangre derramada de Abel exigía venganza, mientras que la de Cristo exige el perdón.
Cuán bienaventurados somos, que después de haber pecado podemos acudir a Jesús crucificado, que derramó toda su sangre para ponerse como mediador de paz entre Dios y nosotros. Si nuestras miserias claman en contra de nosotros, la sangre del Redentor clama a favor nuestro. Si la Antigua Alianza exigía obediencia y temor, la grandeza de la Nueva Alianza exige de nosotros humildad.
El camino para alcanzar el monte Sión, en definitiva acercarnos a Dios y a Jesús, mediador de la nueva alianza: no es otro sino el camino de la humildad. La actitud de Cristo al hacerse hombre es, pues, un magnífico ejemplo de humildad. Dice san Gregorio de Nisa en una de sus homilías: «¿Qué hay de más humilde en el Rey de los seres que el entrar en comunión con nuestra pobre naturaleza? El Rey de Reyes y Señor de Señores se reviste de la forma de nuestra esclavitud; el Juez del universo se hace tributario de príncipes terrenos; el Señor de la creación nace en una cueva; quien abarca el mundo entero no encuentra lugar en la posada…; el puro e incorrupto se reviste de la suciedad de la naturaleza humana, y pasando a través de todas nuestras necesidades, llega hasta la experiencia de la muerte» (Oratio I de beatitudines).
Es este Jesús con el que tengo que conformar mi vida, quien ha dicho: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mat 11, 29). Y todavía me pregunto: ¿Qué tendrá la humildad que tanto agrada a Dios? No existe otro camino para vivir vida divina que el de la humildad. Por la humildad me dispongo a acercarme a los bienes espirituales y divinos. La palabra humildad, del latín “humus”, tierra, significa inclinado hacia la tierra; la virtud de la humildad consiste en inclinarse delante de Dios y de todo lo que hay de Dios en las criaturas.
Si queremos servir al Señor, hemos de desear y pedirle con insistencia la virtud de la humildad. La humildad se fundamenta en la verdad, sobre todo en esta gran verdad: que es infinita la distancia entre la criatura y el Creador. Tengo que persuadirme de que todo lo bueno que hay en mi es de Dios, todo el bien que hago ha sido sugerido e impulsado por Él, y ha sido Él quien me ha dado la gracia para llevarlo a cabo. No podría decir Jesús es Señor si no es por el impulso y la gracia del Espíritu Santo. La práctica de la humildad me lleva a reconocer mi inferioridad, mi pequeñez e indigencia ante Dios.
«¿Cómo he de llegar a la humildad?» -“Por la gracia de Dios”. Por eso tengo que desearla y pedirla incesantemente. Andamos el camino de la humildad cuando aceptamos las humillaciones, pequeñas y grandes, y cuando aceptamos los propios defectos procurando luchar con ellos.
El humilde no necesita alabanzas ni reconocimientos por sus tareas, porque Dios es la fuente de toda su esperanza, de todos sus bienes y su felicidad: es Él quien da sentido a todo lo que hace. El humilde no busca ni elogios ni alabanzas; y si llegan procura enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo bien. Aprenderemos a caminar por este sendero si nos fijamos en María, la Esclava del Señor, la que no tuvo otro deseo que el de hacer la voluntad de Dios. También acudimos a San José, que empleó su vida en servir a Jesús y a María, llevando a cabo la tarea que Dios le había encomendado.

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