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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Homilía II Domingo de Adviento


Ciclo A
Is 11, 1-10 / Sal 71 / Rm 15, 4-9 / Mt 3, 1-12

«Arrepiéntanse, porque el Reino de los cielos está cerca» 
- Mt 3, 1

La liturgia nos hace considerar en este segundo domingo de Adviento las disposiciones necesarias para recibir el Reino de Dios que cada vez está más cerca. Lo que proponía tanto el profeta Isaías, como Juan el Bautista, como disposiciones para recibir ese Reino de Dios, eran categorías no ordinarias ni comunes para los hombres de su época, ni de la nuestra. El reino que instaurará el Mesías es algo totalmente nuevo a lo que nuestros ojos hayan jamás visto. “A vino nuevo, odres nuevos”, dirá Jesús.
La llegada del Reino implica, además de una intervención salvadora especial de Dios a favor de los hombres, una exigencia de que éstos se abran a la gracia divina y rectifiquen su conducta.
Al leer la profecía de Isaías (primera lectura), considerada como el tercer oráculo del Emmanuel (además de los caps. 7,14 y 9,5-6), nos quedamos con la idea de un nuevo paraíso terrenal, como un nuevo orden natural de la creación. En el fondo, es un cántico a la esperanza, de que vendrá un mundo mejor, un reino de verdadera paz y justicia, y seremos gobernados por un Rey con las cualidades y dones del Espíritu Santo de Dios, ya que representa a Dios mismo en medio de su pueblo.
Los tiempos mesiánicos se presentan como la restauración del Paraíso en la armonía de que gozaba al inicio de la creación, y que fue rota por el pecado. Ya no querrán ser los hombres como Dios, sino que querrán llenarse del conocimiento de Dios. Se crea la nostalgia por lo venidero y de eso trata la esperanza, de una cierta nostalgia futura, que se apoya no en nuestras fuerzas sino en la promesa de Dios que sí cumple lo que promete.
La segunda lectura de hoy, tomada de la carta del apóstol San Pablo a los romanos, también nos habla en términos llenos de esperanza: «Para que por el consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza». El comportamiento de los cristianos debe reflejar esa armonía y paz que ha traído Jesucristo, en su Reino mesiánico.
Por último, la figura de Juan el Bautista nos recuerda que el Reino de Dios, que viene a instaurar el Mesías, requiere de parte del hombre unas disposiciones nuevas y distintas a las establecidas por la cultura de su época. No es la cultura actual la que debe marcar las pautas para ser cristianos. Es la luz y la gracia del Evangelio, de la Palabra revelada por Dios la que ilumina las culturas, las abre al orden establecido por Dios.
Por eso San Juan Bautista chocaba con sus contemporáneos, su estilo de vida no coincidía con los parámetros de su época. Vivía en el desierto, vestía con piel de camello, comía saltamontes, era un verdadero escándalo su manera de vivir, nada semejante a sus contemporáneos. Su radicalidad provenía de la convicción de la condición pecadora de la humanidad tras el pecado original, la llegada del Reino exige que todos los hombres necesiten hacer penitencia de su vida anterior, esto es, convertirse de su caminar, acercándose a Dios. Y precisamente porque la realidad del pecado hace que no haya posibilidad de dar la vuelta hacia Dios, de convertirse, sin hacer actos de penitencia, no hay forma de prepararnos al reino de Dios, si no es luchando contra el pecado. Así nos preparamos para el encuentro con Dios en la Navidad.

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