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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 4 de mayo de 2011

Homilía III Domingo de Pascua



Ciclo A

Hch 2, 14.22-33 / Sal 15 / 1-Pe 1, 17-21 / Lc 24, 13-35

«Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24, 30-31).

Al escudriñar y meditar bien este relato del evangelio de Lucas, nos damos cuenta que la intención y el sentido del autor inspirado no va en la línea de la apologética (demostrar la resurrección de Jesús), sino en la línea catequética (mostrar las vías de acceso a Jesús resucitado, cómo encontrarse con Jesús.

Los destinatarios del relato de Lucas no son los que rechazan la resurrección de Jesús, sino los cristianos de la primera época, que no han tenido el tipo de acceso que tuvieron los testigos presenciales. En aquellos dos de Emaús, estamos tipificados todos los cristianos que no hemos tenido el tipo de acceso a Jesús que tuvieron los testigos presenciales.

¿Cuáles son nuestras vías de acceso a Jesús? En primer lugar, la lectura profundizada del Antiguo Testamento (vv. 25-27). En segundo lugar, y como culminación de la anterior, la celebración de la Eucaristía. Es en esta celebración, donde finalmente se abren nuestros ojos para reconocer a Jesús (v. 31).

Aquellos discípulos, en otro tiempo, lo abandonaron todo para seguir a Jesús, y ahora habían tomado la ruta de Emaús, que es la ruta del desengaño y el desencanto, «Nosotros esperábamos...»

Al fijarnos en la primera lectura (de los Hechos de los apóstoles), nos damos cuenta de inmediato de que la predicación de los apóstoles, no quedaba como simple afirmación de hechos sucedidos, de realidades del pasado, sino que estaba absolutamente orientado a las consecuencias que estos hechos tenían para el cristiano; es decir, para el hombre que creía en estas afirmaciones: “Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte”.

Como recuerda san Pedro al citar el Salmo de David. “Me has enseñado el sendero de la vida”. Dios, en verdad, nos ha manifestado el camino de la vida, al resucitar a Jesucristo.

El relato de los discípulos de Emaús tiene un contenido doctrinal profundamente teológico. Viene a decirnos que el origen de la fe cristiana hay que situarlo en el punto en que las esperanzas de los discípulos han sido reducidas a la nada por la muerte de aquel en quien esperaban. Tendrán que aprender a leer toda la Escritura a partir de Jesús.

"Quédate con nosotros" –le dicen los discípulos a Jesús, y él entra en la casa para quedarse con ellos; se sienta con ellos a la mesa. En la Eucaristía, se realiza esta permanencia del Resucitado con su Iglesia. Juan también designa como fruto precioso de la Eucaristía, la permanencia con Jesús: "el que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él" (Jn 6. 56).

Jesús está presente, son los ojos de los discípulos los que antes no eran capaces de verlo, estaban impedidos, y después se abren y lo reconocen. El itinerario de la fe consiste en la transformación interior que hace que los ojos del creyente vean lo que ven. ¡Tremenda paradoja la del reconocimiento! No se trata de ver algo nuevo, sino de ver con ojos nuevos lo mismo que estaba viendo en el camino de nuestra vida.

Sí, Jesús está vivo. ¡Ha resucitado! Pero Él desaparece tras los signos de nuestra historia. Toca al creyente «tocado» por la fe, ser testigo de lo que ha visto y oído, para anunciarlo al mundo. Amén.

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