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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 16 de agosto de 2011

Homilía XXI Domingo del Tiempo Ordinario




«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» –Mateo 16, 15

El Papa Benedicto XVI creó un nuevo dicasterio en la curia romana, llamado el “Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización”. Sin duda, esta iniciativa del santo Padre responde a los nuevos retos que enfrenta la Iglesia en nuestro tiempo.

Vivimos tiempos de alejamiento de la fe. Sociedades y culturas que por siglos estaban impregnadas del Evangelio, hoy ya no creen. Se ha perdido el sentido de lo sagrado. Incluso, se pone en tela de juicio los fundamentos que parecían indiscutibles, como la fe en un Dios creador y providente, la revelación de Jesucristo único salvador y la comprensión común de las experiencias fundamentales del hombre como nacer, morir, vivir en una familia, y la referencia a una ley moral natural. En definitiva, el mundo actual necesita saber quién es Jesucristo y cuál es su mensaje.

Al profesar nuestra fe en la divinidad de Jesucristo: “Creo en Jesucristo Hijo único de Dios. Nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios luz de luz”, es necesario proclamar y hacer descubrir la maravilla del plan divino y la profundidad de la encarnación. Dios, en su inmenso amor, quiso hacerse uno como nosotros, para llevarnos al Padre.

La confesión de Pedro en el evangelio de este domingo nos ayudará a ello. El papa Benedicto XVI, en su libro I de Jesús de Nazaret (cap. 9, págs. 337-356), abarca todo este tema de una manera magistral. Nos dice el Papa que la confesión de Pedro solo se puede entender correctamente en el contexto en que aparece, en relación con el anuncio de la Pasión y las palabras sobre el seguimiento y a la luz de lo que ocurrirá en la Transfiguración cuando el Padre confirme la identidad de Jesús.

Es decir, que ante la doble pregunta de Jesús: sobre la opinión de la gente y la convicción de los discípulos; se presupone que existe, por un lado, un conocimiento exterior de Jesús y, por otro lado, frente a él, un conocimiento más profundo vinculado al discipulado, al acompañar en el camino.

Las opiniones de la gente situaban a Jesús en la categoría de los profetas, sin embargo, así no llegaban a la verdadera naturaleza de Jesús ni a su novedad. No basta considerar a Jesús como uno de los grandes fundadores de una religión en el mundo. A la opinión de la gente, se contrapone el conocimiento de los discípulos, manifestado en la confesión de la fe de Pedro: «Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16) y esto no se lo ha revelado “ni la carne ni la sangre” (v.17).

Este conocimiento no debe prestarse a mala interpretación. Por eso, después de prohibirles divulgar quién es Él, viene la explicación de lo que significa realmente ser el «Mesías», el «Hijo del hombre», condenado a muerte y que sólo así entra en su gloria como el Resucitado.

Lo que realmente causaba escándalo en Jesús, no es que lo interpretaran como un Mesías político, como pretendieron otros, sino precisamente, el que pretendiera ponerse al mismo nivel que el Dios vivo. Este era el aspecto que no podía aceptar la fe estrictamente monoteísta de los judíos; esto es lo que impregnaba su mensaje y constituía su carácter novedoso, singular, único. Los discípulos tienen claro, que Jesús era mucho más que «uno de los profetas», alguien diferente. Después de haberle escuchado en el sermón de la Montaña, haberle visto perdonar pecados, enseñar con autoridad inusitada las tradiciones de la Ley, hablar con su padre Dios, “cara a cara, como se habla con un amigo”, sabían que en él se cumplían las palabras del Salmo 2, «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Los discípulos no podían menos que percibir atónitos: «Este es Dios mismo».

Hoy, la Iglesia continúa intentando penetrar esa fe, desde el asombro de los mismos apóstoles, como cuando Tomás exclamó ante sus llagas: «¡Señor mío, y Dios mío!». Ante la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», hemos de responder entrando en el misterio de Cristo. Abriéndonos al dato revelado de su persona. Es él quien nos revela quién es, muriendo y resucitando para salvarnos. Amén.

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