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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 23 de agosto de 2011

Homilía XXII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

Jer 20, 7-9 / Sal 62 / Rm 12, 1-2 / Mt 16, 21- 27

Después de haber escuchado el domingo pasado la confesión de fe de san Pedro en Jesús, pensaríamos que está todo alcanzado por parte del apóstol. Sin embargo, al continuar leyendo la secuencia del relato, vemos cómo este conocimiento que ha adquirido Pedro por un don y una gracia sobrenatural, todavía requiere ser purificado.

El relato de hoy contrasta radicalmente con la idea de un Mesías político o de una misión terrena. «Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día» (v.21). Por eso, se opone Pedro al anuncio de la Pasión. Al punto, que Jesús tiene que intervenir contra él bruscamente: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (v. 23).

Ha llegado el momento de explicar qué significa realmente ser el «Mesías». El verdadero Mesías es el «Hijo del Hombre», que es condenado a muerte y que sólo así entra en su gloria como el Resucitado a los tres días de su muerte. No podemos separar a Cristo de la Cruz, de su destino de redención.

Se encarnó para dar su vida en rescate por todos. Aún hoy, queremos pensar a Cristo, según la carne y la sangre, y no según Dios lo ha revelado. Por eso, les preguntaba en el relato que leíamos el domingo pasado: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?» Todas aquellas opiniones, con todo y que le colocaban entre algún profeta, no son suficientes.

Entre aquellas opiniones de la época, decían que pensaban que Jesús era “Jeremías”. Y precisamente hoy, estamos meditando un pasaje del profeta Jeremías. Jeremías ha sido visto en la tradición cristiana como figura de Jesucristo, por la incomprensión sufrida desde los inicios de su predicación. De él es la frase: «No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra y en su casa» (Mt 13, 57).

Contemplamos hoy al Jeremías que se debate en su lucha interior ante el Dios que se le revela contradictorio a sus sentimientos. Le seduce, le puede, pero le lleva en contra de su voluntad. Jeremías tuvo que transformar su mente e idea de Dios para poder anunciarlo a sus coetáneos.

De igual modo, san Pablo nos dice hoy en su Carta a los Romanos, que no podemos ajustarnos a este mundo a la hora de entender a Dios, sino que debemos «transformarnos por la renovación de la mente, para que sepamos discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto».

Al igual que a Pedro, Dios nos diría hoy: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!», cuando queremos hacernos un Dios a imagen y semejanza nuestra, ajustado a las necesidades de estos tiempos.

Pero, ¿cómo es posible comunicar la fe en un contexto plural, democrático, relativista y complejo, como el que hoy vivimos? Los nuevos métodos, el nuevo ardor y la nueva expresión que exige “la nueva evangelización” no es otra cosa sino transmitir la fe con la caridad. La caridad es el contenido, el método y el estilo de la comunicación de la fe; la caridad convierte el mensaje cristiano en positivo, relevante y atractivo; proporciona credibilidad, empatía y amabilidad a las personas que comunican; y es la fuerza que permite actuar de forma paciente, integradora y abierta.

Porque el mundo en que vivimos es también con demasiada frecuencia un mundo duro y frío, donde muchas personas se sienten excluidas y maltratadas y esperan algo de luz y de calor. En este mundo, el gran argumento de los católicos es la caridad. Gracias a la caridad, la evangelización es siempre y verdaderamente, nueva. Amén.

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