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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 29 de noviembre de 2011

Homilía II Domingo de Adviento



Ciclo B
Is 40,1-5.9-11 / sal 84 / 2-Pe 3,8-14 / Mc 1,1-8

“Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” – Mc 1,1

Nos seguimos adentrando en el corazón del Adviento. La Liturgia de la Iglesia nos presenta como figuras emblemáticas de este tiempo al Profeta Isaías y a san Juan el Bautista.
El contexto histórico del segundo libro de Isaías, llamado también el «Libro de la Consolación», nos sitúa en el siglo VI a.C. Los babilonios habían conquistado a Jerusalén hacia los años 587-586 a.C.; los hebreos habían sido llevados como cautivos a Babilonia. Años después, en el 539 a.C., Ciro, rey de los persas, tomó a su vez a Babilonia y promulgó un decreto que permitía regresar a los deportados que lo desearan. Este es el contexto que encuentra su eco en los oráculos, cantos y lamentaciones, juicios condenatorios y visiones proféticas de liberación definitiva y restauración del pueblo elegido y de la ciudad de Sión, que aquí se recogen.
La profecía que hoy nos propone la liturgia sitúa al pueblo todavía en Babilonia, se le anuncia la liberación gracias al poder del Señor de la historia, que ha elegido a un rey extranjero, y lo llama «Ungido», «Mesías», para rescatar a Israel del destierro. Se trata por tanto de la inminente vuelta de los desterrados de Babilonia, que es presentada como un «nuevo éxodo». Si el éxodo de Egipto es el prototipo de todas las intervenciones que ha hecho Dios a favor de su pueblo, ahora se habla de un «nuevo éxodo», porque el poder con el que actúa el Señor, Creador de todas las cosas, supera a lo manifestado en el antiguo éxodo.
La noticia de la liberación inminente supone un gran consuelo para el pueblo. De ahí el nombre que se le da a esta parte del libro de Isaías, y esa consolación ha sido entendida como figura y anticipo de la consolación que traerá Cristo: Verdadera consolación, alivio y liberación de los males humanos será su Encarnación.
Hoy nos identificamos con este canto de alegría por la pronta liberación de los exiliados. ¡Cuántos motivos tenemos para esperar en el Señor! ¡Con cuántas pruebas nos ha demostrado Dios que siempre está dispuesto a actuar a favor nuestro a manifestarse como Redentor de su pueblo!
Los cuatro Evangelios ven cumplidas las palabras del profeta Isaías en el ministerio de Juan el Bautista, que es la Voz que grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor…». En efecto, Juan, con su llamada a la conversión personal y al bautismo de penitencia, prepara el camino para encontrar a Jesús.
Juan Bautista es el heraldo, el «precursor», es la Voz que prepara el camino para la «Palabra de Dios», es el que allana los obstáculos y asperezas para que cuando Cristo venga pueda caminar sin dificultades. «Preparad el camino del Señor», se trata de la predicación evangélica y de la nueva consolación, que es la salvación de Dios que llega a cada hombre que la recibe. Por eso es que Juan es «más que un profeta» -como dice Jesús-. En él, el Espíritu Santo consuma el «hablar por los profetas», Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías, anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la «Voz» del Consolador que llega.
Recordamos las palabras de Jesús a sus discípulos antes de partir de este mundo: «Yo rogaré al Padre y él os enviará al otro Consolador», es decir al Paráclito, al Espíritu Santo. De modo que Jesús es la Consolación de Dios hecha carne, revelada plenamente. Es nuestro Consolador.
Esa consolación de Dios fue tan deseada y esperada y sin embargo cuando llegó no fue bien recibida. Fue como si los hombres se cansaran de esperar y ya perdieran el sentido de la espera. Olvidaron algo fundamental: «que para el Señor un día es como mil años y mil años, como un día» (2-Pe 3, 8). El tiempo es muy relativo frente a la eternidad de Dios, y si Dios retrasa el momento final (su Consuelo) es por su misericordia, porque quiere que todos los hombres se salven. Una cosa es cierta: hay que mantenerse vigilantes, porque el día del Señor vendrá sin previo aviso. Amén.

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