Jb 7, 1-4.6-7 / Sal 146 / 1-Cor 9, 16-19.22-23 / Mc 1,
29-39
“Vámonos a otra parte, a, las aldeas cercanas, para
predicar también allí;
que para eso he venido”. (Mc 1, 38)
La Iglesia nos enseña, como hoy lo hace en su liturgia, a iluminar
el problema del dolor a la luz de la revelación divina. Nos dice el magisterio
del Concilio Vaticano II: "Éste es el gran misterio del hombre que la
Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina
el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en
absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos
dio la vida " (Gaudium et spes 22).
Esas palabras nos ayudarán para entender la historia del justo Job,
que hoy nos propone la liturgia. Job es un hombre acosado por todos los males:
ha perdido sus bienes, ha perdido sus hijos, ha perdido la salud. Y no ha
hallado otra cosa que la incomprensión de su mujer que le incita a renegar de
Dios y a desear la muerte. Job se convierte en portavoz de todos los hombres
que sufren y recoge en sus palabras la experiencia de toda la humanidad.
¿Qué puede esperar un hombre que desespera así? ¿Cuál es la
respuesta de Dios ante el sufrimiento humano? La respuesta la encontraremos en
el Evangelio de hoy. Jesús sigue en Cafarnaún, después de haber predicado por
primera vez en aquella sinagoga, va a hospedarse en casa de Pedro y lo
primero que hace, al llegar, es curar a la suegra del apóstol que estaba
postrada a causa de unas fiebres. Al caer la tarde, termina el descanso
sabático e inmediatamente se desencadena un movimiento en todo el pueblo:
"le llevaron todos los enfermos y endemoniados... Curó a muchos
enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios". La mayor
parte de su ministerio Jesús lo dedicó a sanar a los enfermos y a liberar
a los endemoniados. Quien se acercaba a Él recibía lo que necesitaba
para seguir el camino de la vida.
Si el domingo pasado se afirmaba sobre todo la autoridad con la que
Jesús enseñaba, hoy se afirma que no sólo con su palabra sino con sus
signos y su presencia ha venido “a restaurar los corazones destrozados” (Salmo
responsorial); es decir, a renovar al mismo hombre. Por eso, no se queda en
Cafarnaún, cuando “todos lo buscan”, decide irse “a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que
para eso he venido”. Marcos es el único evangelista que subraya la
preocupación de Jesús por educar a sus discípulos en este estilo de vida
misionera ("vámonos a otra parte...": v. 38), fijándoles así una
actividad que pocos rabinos de su época fijaban a sus discípulos.
Y por lo que vemos en Jesús, predicar no significa decir lo que la
gente quiere que se diga. En el texto de hoy, todo el mundo busca a Jesús y
lo busca con una expectativa que él se niega a satisfacer. Su palabra no
responde a la demanda del consumidor; por eso, se va a otro lugar a
predicar. No deja de ser fiel a su
vocación de predicar: "Para eso he venido"; pero no para
alardear de sus poderes, no para alimentar el sensacionalismo, no para
cacarear lo que a todos satisface.
Hablar en abstracto no es predicar. Para los dos apóstoles,
evangelizar fue decir la verdad que no les dejaban decir. Por eso, san Pablo vive
tan profundamente el misterio de Cristo que no puede callarlo. Evangelizar es
no guardar el tesoro sólo para uno, sino darlo a conocer a otros, hacerlos
participantes de él, dentro de nuestras posibilidades. Por lo tanto, predicar
el evangelio no es ante todo enseñar una doctrina, enseñar algo; es enseñar a
otros de tal manera, que se establezca el contacto íntimo entre los que reciben
la Palabra y el Señor que la pronuncia.
Un Evangelio así vivido, así asumido, es lo único que puede
transformar el dolor, el sufrimiento y los problemas que aquejan al hombre de
hoy. Pidamos al Espíritu Santo, que como María, nos dejemos invadir de su
presencia y persuasión para transformar el mundo con una predicación auténtica.
Amén.
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