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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 31 de enero de 2012

Homilía V Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Jb 7, 1-4.6-7 / Sal 146 / 1-Cor 9, 16-19.22-23 / Mc 1, 29-39

“Vámonos a otra parte, a, las aldeas cercanas, para predicar también allí; 
que para eso he venido”. (Mc 1, 38)

La Iglesia nos enseña, como hoy lo hace en su liturgia, a iluminar el problema del dolor a la luz de la revelación divina. Nos dice el magisterio del Concilio Vaticano II: "Éste es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida " (Gaudium et spes 22).
Esas palabras nos ayudarán para entender la historia del justo Job, que hoy nos propone la liturgia. Job es un hombre acosado por todos los males: ha perdido sus bienes, ha perdido sus hijos, ha perdido la salud. Y no ha hallado otra cosa que la incomprensión de su mujer que le incita a renegar de Dios y a desear la muerte. Job se convierte en portavoz de todos los hombres que sufren y recoge en sus palabras la experiencia de toda la humanidad.
¿Qué puede esperar un hombre que desespera así? ¿Cuál es la respuesta de Dios ante el sufrimiento humano? La respuesta la encontraremos en el Evangelio de hoy. Jesús sigue en Cafarnaún, después de haber predicado por primera  vez en aquella sinagoga, va a hospedarse en casa de Pedro y lo primero que hace, al llegar, es curar a la suegra del apóstol que estaba postrada a causa de unas fiebres. Al caer la tarde, termina el descanso sabático e inmediatamente se desencadena un movimiento en todo el pueblo: "le llevaron todos los enfermos y endemoniados... Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios". La mayor parte  de su ministerio Jesús lo dedicó a sanar a los enfermos y a liberar a los endemoniados. Quien se acercaba a Él  recibía lo que necesitaba para seguir el camino de la vida.
Si el domingo pasado se afirmaba sobre todo la autoridad con la que Jesús enseñaba,  hoy se afirma que no sólo con su palabra sino con sus signos y su presencia ha venido “a restaurar los corazones destrozados” (Salmo responsorial); es decir, a renovar al mismo hombre. Por eso, no se queda en Cafarnaún, cuando “todos lo buscan”, decide irse “a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”. Marcos es el único evangelista que subraya la preocupación de Jesús por educar a sus discípulos en este estilo de vida misionera ("vámonos a otra parte...": v. 38), fijándoles así una actividad que pocos rabinos de su época fijaban a sus discípulos.
Y por lo que vemos en Jesús, predicar no significa decir lo que la gente quiere que se diga. En el texto de hoy, todo el mundo busca a Jesús y lo busca con una expectativa que él se  niega a satisfacer. Su palabra no responde a la demanda del consumidor; por eso, se va a otro lugar a predicar.  No deja de ser fiel a su vocación de predicar: "Para eso he  venido"; pero no para alardear de sus poderes, no para alimentar el  sensacionalismo, no para cacarear lo que a todos satisface.
Hablar en abstracto no es predicar. Para los dos apóstoles, evangelizar fue decir la verdad que no les dejaban decir. Por eso, san Pablo vive tan profundamente el misterio de Cristo que no puede callarlo. Evangelizar es no guardar el tesoro sólo para uno, sino darlo a conocer a otros, hacerlos participantes de él, dentro de nuestras posibilidades. Por lo tanto, predicar el evangelio no es ante todo enseñar una doctrina, enseñar algo; es enseñar a otros de tal manera, que se establezca el contacto íntimo entre los que reciben la Palabra y el Señor que la pronuncia.
Un Evangelio así vivido, así asumido, es lo único que puede transformar el dolor, el sufrimiento y los problemas que aquejan al hombre de hoy. Pidamos al Espíritu Santo, que como María, nos dejemos invadir de su presencia y persuasión para transformar el mundo con una predicación auténtica. Amén. 

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