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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 13 de marzo de 2012

Homilía IV Domingo de Cuaresma



Ciclo B
2-Cro 36,14-16.19-23 / Sal 136 / Ef 2,4-21 / Jn 3, 14-21

«Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en Él.» Jn 3, 14-15

Hemos llegado al cuarto Domingo de Cuaresma, llamado también Domingo "Laetare", debido a la antífona gregoriana del Introito de la Misa, tomada del libro del Profeta Isaías (Is. 61,10): «Regocíjate, Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis...». Como vemos, la liturgia de este Domingo se ve marcada por la alegría; ya que, se acerca el tiempo de vivir nuevamente los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, durante la Semana Santa.
Cabría preguntarnos: ¿Por qué alegrarnos si contemplaremos la dolorosa consecuencia de nuestros pecados descargada en la pasión de Nuestro Señor Jesucristo? Sin duda, la conversión a la que la cuaresma nos invita es una llamada a asomarnos al abismo infernal de nuestro pecado, pero también, al abismo divino del amor misericordioso de Cristo y del Padre.
Es Cristo crucificado la respuesta a nuestro pecado, es decir, sólo mirándole a Él no desesperaré ante la gravedad de mis pecados. Él es el signo que el Padre levanta en medio del desierto de este mundo, para que todo el que le mire, con fe, con el corazón contrito y humillado, no perezca sino que alcance vida eterna. En Él se nos descubre el infinito amor de Dios, ese amor inmenso, asombroso, desconcertante.
«La serpiente en el desierto» no podía curar ni dar vida, cuando los israelitas pecadores la miraban creían en Aquel que había ordenado a Moisés que la hiciera, y Él los curaba. Lo mismo que los israelitas al mirar la serpiente de bronce quedaban curados de las consecuencias de su pecado (Núm 21,4-9), así también nosotros hemos de mirar a Cristo levantado en la cruz. Estas últimas semanas de cuaresma son ante todo para mirar abundantemente al crucificado con actitud de fe contemplativa: «Mirarán al que traspasaron». Sólo salva la cruz de Cristo (Gál 6,14) y sólo contemplándola con fe podremos descubrir y experimentar la misericordia de Dios, que con su perdón nos limpia de nuestros pecados.
La contemplación de la cruz tiene que llevar a contemplar el amor que está escondido tras ella, e infunde la seguridad de sabernos amados: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito…». Gracias a este amor de Dios a los hombres, más fuerte que el pecado y que la muerte, el mundo tiene remedio, todo hombre puede tener esperanza, en cualquier situación en la que se encuentre, por lejos que se crea de Dios.
Este amor gratuito e inmerecido es el que hace exultar a san Pablo (Ef 2, 4-10). Estando muertos por los pecados, Dios nos ha hecho vivir, nos ha salvado por pura gracia, sacándonos literalmente de la muerte. Este es el amor que se vuelca sobre nosotros en esta Cuaresma. Esta es la gracia nueva que se nos regala y por la cual hoy exultamos de alegría.
A la luz de tanto amor y tanta misericordia entendemos mejor la gravedad enorme de nuestros pecados, que nos han llevado a la muerte; y que al pueblo de Israel le llevó al destierro. Nosotros también “hemos multiplicado las infidelidades, hemos imitado las costumbres abominables de los gentiles (no creyentes), hemos manchado la casa del Señor, nos hemos burlado de los mensajeros de Dios, hemos despreciado sus palabras…”
Ahora bien, el que Dios sea rico en misericordia no significa que nuestros pecados no tengan importancia. Significa que su amor es tan potente que es capaz de rehacer lo destruido, de crear de nuevo lo que estaba muerto. Cuando el hombre se acerca a la Verdad de Dios por el camino de Cristo, además de encontrarse con «El Verdadero», se encuentra a sí mismo de verdad. Amén.

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