Con el Domingo de Ramos entramos en la Semana Santa,
denominada antiguamente «semana mayor» o «semana grande». Es la semana que
conmemora la Pasión de Cristo. Se compone de dos partes: el final de la
Cuaresma (desde el Domingo de Ramos hasta el Miércoles Santo) y el Triduo
Pascual (Jueves, Viernes y Sábado-Domingo).
La celebración del Domingo de Ramos tiene dos caras
del misterio pascual: por un lado, la procesión de ramos en honor de Cristo Rey,
nos muestra el aspecto triunfal y victorioso de Cristo que llega como el esposo
a entregarse a su amada iglesia, y por otro lado, con la lectura de la Pasión
correspondiente a los evangelios sinópticos (la de san Juan se lee el viernes),
muestra el aspecto doloroso, por el cual también le llamamos «Domingo de
Pasión».
Por esta razón, este domingo comprende dos
celebraciones: la procesión de ramos y la eucaristía. Lo que importa en la
primera parte no es el ramo bendito, sino la celebración del triunfo de Jesús. La
procesión con los ramos de palmas la haremos desde afuera del templo para dar
lugar al simbolismo de la entrada en Jerusalén, representada por el templo parroquial.
Después de la aspersión de los ramos se proclama el
evangelio, es decir, se lee lo que a continuación se va a realizar. Al celebrar
litúrgicamente su entrada en Jerusalén, nos asociamos a su seguimiento. La
Semana Santa empieza y acaba con la entrada triunfal de los redimidos en la
Jerusalén celestial, recinto iluminado por la antorcha del Cordero. A la
procesión sigue inmediatamente la eucaristía. Del aspecto glorioso de los ramos
pasamos al doloroso de la pasión. Esta transición no se deduce sólo del modo
histórico en que transcurrieron los hechos, sino porque el triunfo de Jesús en
el Domingo de Ramos es signo de su triunfo definitivo. Los ramos nos muestran
que Jesús va a sufrir, pero como vencedor; va a morir, para resucitar. En
resumen, el domingo de Ramos es inauguración de la Pascua, o paso de las
tinieblas a la luz, de la humillación a la gloria, del pecado a la gracia y de
la muerte a la vida.
La segunda parte de la Semana Santa está constituida
por el Triduo Pascual, que conmemora los últimos acontecimientos de la vida de
Jesús. Según los tres sinópticos, Jesús sube a Jerusalén una sola vez, y entra
en ella triunfalmente (Domingo de Ramos), despliega su última actividad durante
cinco días y, finalmente, es arrestado (Jueves Santo) y crucificado (Viernes
Santo).
Los cuatro relatos de la Pasión siguen una sucesión
parecida de acontecimientos, con cinco secuencias: arresto, proceso judío,
proceso romano, ejecución y sepultura. Para entender la muerte de Jesús no
basta relacionarla con el sanedrín judío o el gobernador romano; sino con su Dios
y Padre, cuya cercanía y presencia proclamó. La interpretación última -o, si se
quiere, primera- de la muerte de Jesús es teológica. La muerte de Jesús es
consecuencia de su obrar. Pero, una vez aceptado que la cruz es consecuencia
del proceder de Jesús, la resurrección debe entenderse como toma de posición de
Dios en favor de Jesús y, por tanto, como iluminación de la cruz.
Acompañar a Cristo en su Semana Santa supone los dos
aspectos: la muerte y la resurrección, el dolor y la alegría, la entrega y el
premio. Somos invitados, desde hoy, no sólo a meditar y orar este misterio de
la Pascua, sino a vivirla en nuestra existencia, aceptando con fidelidad lo que
pueda comportarnos de esfuerzo el ser cristianos y alimentando una confianza
absoluta en Dios, que es Padre lleno de amor, y cuya última palabra no es la
muerte, sino la vida, como en Jesús. Si le acompañamos a la cruz, también
seremos partícipes de su nueva vida de Resucitado. Amén.
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