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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 17 de abril de 2012

Homilía III Domingo de Pascua



Ciclo B
Hch 3, 13-15.17-19 / Sal 4 / 1 Jn 2, 1-5 / Lc 24, 35-48

«Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24, 39).
Durante el tiempo Pascual centramos nuestra atención en Cristo muerto y resucitado. En la primera lectura vemos cómo Pedro inaugura la misión de la Iglesia proclamando valientemente la necesidad de la conversación para responder al designio divino de salvarnos en Cristo Jesús, muerto y resucitado por nosotros.
San Pedro les dice a los israelitas que la muerte de Cristo era consecuencia de la voluntad y decreto divinos. Todos los profetas habían anunciado este misterio, la muerte del Mesías había sido determinada por la Sabiduría y la Voluntad de Dios, sirviéndose de la malicia de los judíos para el cumplimiento de sus designios. Pero aunque los profetas hayan predicho esta muerte y los judíos lo hayan hecho por ignorancia, no por eso están excusados. Por eso les dice: «Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados». De este modo, aquel que es «Víctima de propiciación por nuestros pecados y por los del mundo entero» -como dice san Juan en la segunda lectura- es causa de salvación sólo si nuestras obras dan signos de conversión y penitencia. Por eso el anuncio de la Pascua es una llamada a la conversión.
Dicho esto, meditemos el Evangelio de este tercer domingo de Pascua. El texto parte de una situación idéntica a la del domingo pasado (Jn. 20,19-31). San Lucas nos coloca en un mismo escenario, caída de la tarde del domingo, los discípulos reunidos en un local de Jerusalén, y ocurre la llegada inesperada de Jesús. Al igual que el evangelio de Juan, a Lucas tampoco le interesa el cómo y el modo de esta llegada. Lo importante es el hecho: Jesús está ahí, expresando deseos de paz.
Llenos de miedo por la sorpresa, los once y sus acompañantes creían ver un fantasma. A Lucas le interesara subrayar la problemática de la identidad del Resucitado. ¿Es el mismo Jesús de antes de morir? ¿Resucitado y Jesús son la misma persona? Sabemos que Lucas es un escritor crítico, escribe su evangelio indagando a los testigos oculares. Y en los Hechos de los Apóstoles, dice que la condición indispensable para cubrir la vacante de Judas dentro de los doce es el haber convivido con Jesús desde el principio hasta el final, es decir, el haber sido testigo ocular de su vida.
Sólo bajo esta condición se puede ser testigo de la resurrección de Jesús. Por eso hace hincapié en el número de los once (y doce en Hechos), porque sólo ellos cumplen esta condición y son, por lo tanto, los únicos que ofrecen la garantía crítica incuestionable para poder creer que el Resucitado y Jesús son la misma persona. Gracias a ellos podemos hoy, veinte siglos después, creer tranquilos.
Por otra parte, Lucas toca también el problema de la hermenéutica. Nos invita a leer y apreciar el Antiguo Testamento. Sin él la luz de Jesús resucitado queda privada de cuerpo y de razón de ser. El Antiguo Testamento no es la imperfección, sino el camino que todos seguimos para llegar a Jesús resucitado. La palabra de hoy nos invita a dejarnos transformar por el perdón que nos ofrece la persona de Jesús Resucitado. Amén.

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