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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 22 de mayo de 2012

Solemnidad de Pentecostés




Hch 2,1-11 / Sal 103 / 1- Cor 12, 3b-7.12-13 / Jn 20,19-23

«María en Pentecostés»

En el pasado mes de marzo, el santo Padre, Benedicto XVI, en una de sus audiencias generales de los miércoles, consideraba la presencia de Nuestra Señora en el Cenáculo de Jerusalén, con los Apóstoles y las santas mujeres, en espera de la venida del Paráclito. El Papa hacía notar que con María comienza la vida terrena de Jesús y con María inician también los primeros pasos de la Iglesia. No es un dato aislado, ni una simple anotación histórica de algo que sucedió en el pasado, lo que nos narra san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, que cuando los primeros discípulos se congregaron en el Cenáculo a la espera del Consolador prometido, la Virgen Santa se encontraba entre ellos, pidiendo «con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 59).
Es verdaderamente providencial que este año prácticamente acabamos el mes de Mayo, mes de María, precisamente con la Fiesta de Pentecostés. ¡Cuánta relación y vínculo guarda esta Fiesta con la Virgen María! Precisamente nos advierte el Papa en esa catequesis que aludíamos, que la presencia de la Madre de Dios con los Once, después de la Ascensión hasta Pentecostés, es un dato que asume un significado de gran valor, porque con ellos comparte lo más precioso que tiene: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: conservar la memoria de Jesús y así conservar su presencia.
¿Qué cosas diría María a los Apóstoles y demás discípulos para mantener viva la memoria de Jesús entre ellos? No nos es difícil imaginar que, escucharían de su viva voz y con gran piedad tantos recuerdos como Ella conservaba en su corazón: desde el anuncio de la Encarnación al nacimiento en Belén; desde los meses que sufrieron la persecución de Herodes hasta los años de trabajo y la estancia en Nazaret; desde los tiempos felices de la predicación y milagros del Señor durante la vida pública, hasta las horas tristes de su pasión, muerte y sepultura; y luego la alegría de la resurrección, las apariciones en Judea y Galilea, las últimas instrucciones del Maestro. Al compás de las fuertes vivencias de María, el Espíritu Santo iba preparando a los Apóstoles y a los otros discípulos para la plenitud de Pentecostés.
La presencia de María en Pentecostés es fundamental para el nacimiento de la Iglesia. El cenáculo en donde estaban reunidos los Apóstoles y demás discípulos se convirtió en una “escuela de oración”, en la que Santa María resalta como maestra inigualable. San Josemaría Escrivá le gustaba llamar a María «Maestra de oración», y también «Maestra del sacrificio escondido y silencioso» (Camino; nn. 502 y 509).
Ella, sobre quien el Espíritu Santo descendió y el poder del Altísimo la cubrió con su sombra (cfr. Lc 1, 35), y permanece a la escucha de las inspiraciones del Paráclito, enseña a los primeros cristianos a oír a Dios en el recogimiento de la oración. Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia significa aprender de Ella a ser comunidad que ora: ésta es una de las notas esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana trazada en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 42).
María nos enseña la necesidad de la oración y su presencia en Pentecostés es un despertador para toda la Iglesia, de que ésta sólo se mantiene en el verdadero espíritu de Pentecostés si vive inflamada en el fuego de la oración. Amén.

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