Hch 2,1-11 / Sal 103 / 1- Cor 12, 3b-7.12-13 / Jn 20,19-23
«María
en Pentecostés»
En el pasado
mes de marzo, el santo Padre, Benedicto XVI, en una de sus audiencias generales
de los miércoles, consideraba la presencia de Nuestra Señora en el Cenáculo de
Jerusalén, con los Apóstoles y las santas mujeres, en espera de la venida del
Paráclito. El Papa hacía notar que con María comienza la vida terrena de Jesús
y con María inician también los primeros pasos de la Iglesia. No es un dato
aislado, ni una simple anotación histórica de algo que sucedió en el pasado, lo
que nos narra san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, que cuando
los primeros discípulos se congregaron en el Cenáculo a la espera del
Consolador prometido, la Virgen Santa se encontraba entre ellos, pidiendo «con
sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto
con su sombra» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 59).
Es
verdaderamente providencial que este año prácticamente acabamos el mes de Mayo,
mes de María, precisamente con la Fiesta de Pentecostés. ¡Cuánta relación y
vínculo guarda esta Fiesta con la Virgen María! Precisamente nos advierte el
Papa en esa catequesis que aludíamos, que la presencia de la Madre de Dios con
los Once, después de la Ascensión hasta Pentecostés, es un dato que asume un
significado de gran valor, porque con ellos comparte lo más precioso que tiene:
la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús:
conservar la memoria de Jesús y así conservar su presencia.
¿Qué cosas
diría María a los Apóstoles y demás discípulos para mantener viva la memoria de
Jesús entre ellos? No nos es difícil imaginar que, escucharían de su viva voz y
con gran piedad tantos recuerdos como Ella conservaba en su corazón: desde el
anuncio de la Encarnación al nacimiento en Belén; desde los meses que sufrieron
la persecución de Herodes hasta los años de trabajo y la estancia en Nazaret;
desde los tiempos felices de la predicación y milagros del Señor durante la
vida pública, hasta las horas tristes de su pasión, muerte y sepultura; y luego
la alegría de la resurrección, las apariciones en Judea y Galilea, las últimas
instrucciones del Maestro. Al compás de las fuertes vivencias de María, el
Espíritu Santo iba preparando a los Apóstoles y a los otros discípulos para la
plenitud de Pentecostés.
La presencia de
María en Pentecostés es fundamental para el nacimiento de la Iglesia. El
cenáculo en donde estaban reunidos los Apóstoles y demás discípulos se
convirtió en una “escuela de oración”, en la que Santa María resalta como
maestra inigualable. San Josemaría Escrivá le gustaba llamar a María «Maestra
de oración», y también «Maestra del sacrificio escondido y silencioso» (Camino; nn.
502 y 509).
Ella, sobre
quien el Espíritu Santo descendió y el poder del Altísimo la cubrió con su
sombra (cfr. Lc 1, 35), y permanece a la escucha de las inspiraciones del
Paráclito, enseña a los primeros cristianos a oír a Dios en el recogimiento de
la oración. Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia significa aprender de
Ella a ser comunidad que ora: ésta es una de las notas esenciales de la primera
descripción de la comunidad cristiana trazada en los Hechos de los Apóstoles (Hch
2, 42).
María nos
enseña la necesidad de la oración y su presencia en Pentecostés es un
despertador para toda la Iglesia, de que ésta sólo se mantiene en el verdadero
espíritu de Pentecostés si vive inflamada en el fuego de la oración. Amén.
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