Ciclo B
Ez 17, 22-24 / Sal 91 / 2 Co 5, 6-10 / Mc 4, 26-34
«El Reino de Dios se parece a un
hombre que echa simiente en la tierra»
Después de
todas las fiestas litúrgicas de los pasados domingos: Pentecostés, La Trinidad,
el Corpus Christi, volvemos a la, no menos importante, normalidad de la
solemnidad dominical del tiempo ordinario. El año litúrgico es un camino
apasionante por el que celebramos el misterio de Cristo en su Palabra que va
iluminando de sentido el hoy de nuestra historia.
Hoy nos propone
la liturgia un pasaje del Profeta Ezequiel. A veces es imprescindible conocer la
historia de Israel para captar plenamente el sentido de un pasaje. Es el caso
de hoy. Sabemos por la historia que hacia el año 597 a.C., el rey de Babilonia,
Nabucodonosor, se llevó al rey Joaquín (junto a los notables) cautivo a
Babilonia, poniendo como rey vasallo suyo en Judá a Sedecías. Éste, que era
hermano de Joaquín juró fidelidad al rey de Babilonia, pero en el año 588
rompió su juramento de fidelidad y pidió auxilio al faraón Ofra. Nabucodonosor
reacciona rápidamente y somete por la fuerza a Judá conquistando Jerusalén el
año 586. Fue esa la caída del reino del Sur, que llevará al exilio babilónico
al resto de Israel.
Dicho esto, podemos
comprender el sentido de la primera lectura de hoy. Hoy leemos sólo una parte
de la profecía, toda ella es en un lenguaje figurado, se utiliza la imagen de
árboles sembrados para afirmarnos la promesa de restauración final por parte de
Dios mismo. Sedecías (e Israel) no aceptaron la orientación de la historia que
les daba Dios. Confiaron más en los poderes humanos que en la voluntad divina.
Los profetas, en nombre de Yahvé, detestan siempre la mala fe, la falta de
honradez, de sinceridad.
El último
versículo nos invita a trascender del orden puramente temporal, un día el
retoño mesiánico plantado por Dios Padre dará verdadero fruto para todo el
mundo en la alta montaña del Calvario. Ya san Pablo, nos enseña en la lectura
de la epístola de los Corintios que el hombre tiene su verdadera patria en el
Señor y ahora en este mundo está desterrado, lo verdaderamente importante es en
este mundo es vivir para agradar al Señor, ante quien todos compareceremos para
ser juzgados.
Finalmente, el
Evangelio de hoy, tomado de san Marcos, nos sitúa frente a la enseñanza de
Jesús al comenzar su ministerio público. “Se ha cumplido el plazo: el Reino de
Dios ha llegado”; y ampliando el contenido de esa frase por medio de parábolas,
nos explica cómo se va cuajando ese Reino de los cielos aquí en la tierra. La
primera parábola habla de las etapas de crecimiento de la semilla. La segunda
habla de la semilla de mostaza desde su pequeñez hasta llegar a su magnitud
como hortaliza, capaz de dar cobijo a los pájaros. Ambas parábolas presentan
ciclos completos, totalidades. El Reino de Dios es comparado con una totalidad,
simplemente constatada en la primera parábola; exuberante y rica en la segunda.
Las parábolas
de hoy señalan el comienzo de un Reino de Dios universal, abierto a todos. El
Papa Benedicto XVI, nos enseña en su libro Jesús de Nazaret (vol. I, p.
63-64) que Jesús es el Reino de Dios en persona; que donde El está, está el
«Reino de Dios». De modo que cuando pedimos “Venga tu Reino” lo que pedimos es
la comunión con Jesucristo, llegar a ser cada vez más «uno» con Él. Dice el
Papa: «La vida en este reino es la continuación de la vida de Cristo en los
suyos; en el corazón que ya no es alimentado por la fuerza vital de Cristo se
acaba el reino»… Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos
ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la
humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar
el universo al Padre, para que «Dios sea todo para todos» (2 Co 15, 28). Amén.
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