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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

viernes, 17 de agosto de 2012

Homilía XX Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Pr 9,1-6 / Sal 33 / Ef 5,15-20 / Jn 6, 51-58

«Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» Jn 6, 55

Continuamos la lectura ininterrumpida del capítulo sexto del Evangelio según san Juan sobre la promesa de la institución de la Eucaristía. Hoy quisiera detenerme en la consideración del aspecto de “banquete” o “comida” implicado en la Eucaristía. «Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado» - leíamos en el Libro de Proverbios, propuesto hoy como primera lectura-. Esa imagen del banquete festivo es una frecuentemente utilizada en la Sagrada Escritura para anunciar la llegada del Mesías, llena de bienes y prefigura la llegada de la Sagrada Eucaristía, en la que Cristo se nos da como alimento. Precisamente, las palabras finales de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, nos invitan a comer su carne y beber su sangre.
En la Escritura vemos cómo la comida puede tener también un carácter sagrado, esto tanto en las religiones paganas como en la cultura hebrea. En los cultos del Oriente bíblico (Moab, Canaán) los banquetes sagrados suponían que participando de la víctima se lograba una apropiación de los poderes divinos. Por otra parte, en Israel, la comida sagrada era un rito destinado no a crear, sino a confirmar “una alianza”. Así, la comida pascual era un memorial de las “maravillas obradas por Dios” a favor de su pueblo al rescatarle de la esclavitud de Egipto y comer las primicias de la tierra era recordar la providencia continua de Dios que vela por los suyos.
En el Deuteronomio se narran las “comidas sagradas” en las que se reúne todo el pueblo en el lugar escogido por Dios para su presencia, y con el cual el pueblo conmemora con acción de gracias las bendiciones de Dios, alabándole con sus propios dones. Esta celebración se imponía con la oración, el canto, la danza, de tal forma qu se hacía como un festín.
¿No es acaso de esto lo que hablaba hoy san Pablo en la lectura de los Efesios? «Recitad, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor. Celebrad constantemente la Acción de Gracias a Dios Padre, por todos, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo» (vv. 19-20). En las celebraciones litúrgicas los cánticos son manifestaciones de júbilo por los inmensos dones de Dios, tanto en lo material cuanto en lo espiritual. Así ha de ser nuestra participación en la liturgia de la Iglesia.
Todo esto nos hace pensar en cómo ha de ser nuestra participación al acercarnos a la Eucaristía. Si Cristo se nos entrega como verdadera comida y verdadera bebida en la Eucaristía, “¡Oh sagrado convite, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!” – reza una antigua antífona del culto eucarístico-. El banquete es imagen muy empleada en la Sagrada Escritura para describir el gozo y la felicidad que alcanzaremos con Dios. Ahora en la comunión, tenemos el anticipo y la garantía de esa unión definitiva e íntima con Dios. «El que me come vivirá por mí». Al comulgar entramos no sólo en comunión con Cristo mismo, sino que entramos de alguna manera al Cielo ya aquí en la tierra. ¡Pasmémonos ante esta realidad inefable! Amén.

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