Ciclo B
1-Re 19,4-8 /
Sal 33 / Ef 4,30-- 5,2 / Jn 6,41-51
«Como Cristo os
amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor» - Ef 5,2
Estas palabras
de san Pablo en su epístola a los Efesios, que escuchamos en la segunda lectura
de este domingo, nos sirven de base para entender cada vez con más
agradecimiento y convicción el
misterio de la Eucaristía. Si el domingo pasado san Pablo nos exhortaba a
revestirnos de la nueva humanidad hecha a imagen de Dios, hoy se entretiene
explicitando en qué consiste el nuevo vestido del discípulo.
El hecho de que
Jesús se revele a sí mismo como “Pan de Vida”, que “ha bajado del Cielo”, y que
ese Pan “es su propia carne para la vida del mundo”, nos hace caer en la cuenta
de que escuchar a Jesús es ya recibir a Jesús y no sólo sus palabras, y recibir
el cuerpo de Jesús ha de ser también escucharle con fe. El sacramento es una
palabra visible, un signo. El que come el pan eucarístico sin discernir, sin
creer lo que esto significa, come su propia condenación. Comulgar es recibir el
cuerpo de Cristo "que se entrega por la vida del mundo". La
Eucaristía es el sacramento que manifiesta “cómo Cristo nos amó y se entregó
por nosotros como oblación y víctima de suave olor” –como decía san Pablo a los
Efesios-.
La eucaristía
fue instituida "la noche antes de padecer" para que los discípulos
quedaran comprometidos en la misma entrega que Jesucristo, que se iba a
realizar definitivamente al día siguiente. El que comulga debe saber que recibe
"el cuerpo que se entrega para la vida del mundo". Comulgar no es
sólo comer, es creer, y esto significa comprometerse. Comulgar significa vivir
en el amor “como Cristo nos amó y se entregó por nosotros”.
Precisamente la
Escritura que nos propone hoy la Liturgia nos ayuda a entender esta verdad. El
primer libro de Los Reyes nos relata un suceso en la vida del profeta Elías,
quien después de haber conseguido una gran victoria en el monte Carmelo (1 Re
18), se ve amenazado por la reina Jezabel. Elías se encuentra solo, víctima de
la murmuración, igual que Cristo en el Evangelio de hoy. No le queda más que
una cosa: ponerse en manos de Dios. Dios da al profeta una señal para
arrancarle de su desesperación: “Toma y come, que el camino es arduo” (v. 6), le
dio un panecillo que recuerda el maná del desierto y el agua de la roca (Ex 16,
1-35; 17, 1-7). Como si el memorial de la Pascua del pueblo es el medio más
seguro de curar el desaliento.
El viaje al
Monte Horeb es todo un símbolo: es la vuelta a las fuentes de la fe pura. En el
Horeb el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se reveló bajo el nombre de
Yahveh (Ex 3; 6); es el monte de las confidencias entre Moisés y Yahveh (Ex 33,
18-34,9); allí se selló la alianza, y para llegar allí, necesita Elías
alimentarse con un pan del cielo que le hará recuperar la fe y la confianza en
Dios.
Las palabras de
Jesús en el Evangelio de hoy vienen a confirmar la plenitud de sentido de aquel
alimento que sostuvo a Elías. El es el verdadero alimento bajado del cielo.
Pero creer esto es un don de lo alto: «Nadie puede venir a mí si el Padre no lo
atrae». La fe nos permite “comulgar” –es decir, entrar en comunión con Cristo–.
La fe nos une a Cristo, que es la fuente de la vida.
El anuncio de la
Eucaristía es claro y sin ambigüedades, hasta provocar el escándalo. La
Eucaristía es el memorial, actualización y ofrenda sacramental del único
sacrificio de Cristo. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de
la Pascua de Cristo y esta se hace presente de forma actual. Cuantas veces se
renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua,
fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención. Es participando de la
Eucaristía como se nos comunica la vida eterna ya aquí en la tierra. ¡Señor,
danos siempre de ese Pan! Amén.
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