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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 8 de agosto de 2012

Homilía XIX Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
1-Re 19,4-8 / Sal 33 / Ef 4,30-- 5,2 / Jn 6,41-51
«Como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor» - Ef 5,2

     Estas palabras de san Pablo en su epístola a los Efesios, que escuchamos en la segunda lectura de este domingo, nos sirven de base para entender cada vez con más agradecimiento y  convicción el misterio de la Eucaristía. Si el domingo pasado san Pablo nos exhortaba a revestirnos de la nueva humanidad hecha a imagen de Dios, hoy se entretiene explicitando en qué consiste el nuevo vestido del discípulo.
     El hecho de que Jesús se revele a sí mismo como “Pan de Vida”, que “ha bajado del Cielo”, y que ese Pan “es su propia carne para la vida del mundo”, nos hace caer en la cuenta de que escuchar a Jesús es ya recibir a Jesús y no sólo sus palabras, y recibir el cuerpo de Jesús ha de ser también escucharle con fe. El sacramento es una palabra visible, un signo. El que come el pan eucarístico sin discernir, sin creer lo que esto significa, come su propia condenación. Comulgar es recibir el cuerpo de Cristo "que se entrega por la vida del mundo". La Eucaristía es el sacramento que manifiesta “cómo Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor” –como decía san Pablo a los Efesios-.
     La eucaristía fue instituida "la noche antes de padecer" para que los discípulos quedaran comprometidos en la misma entrega que Jesucristo, que se iba a realizar definitivamente al día siguiente. El que comulga debe saber que recibe "el cuerpo que se entrega para la vida del mundo". Comulgar no es sólo comer, es creer, y esto significa comprometerse. Comulgar significa vivir en el amor “como Cristo nos amó y se entregó por nosotros”.
     Precisamente la Escritura que nos propone hoy la Liturgia nos ayuda a entender esta verdad. El primer libro de Los Reyes nos relata un suceso en la vida del profeta Elías, quien después de haber conseguido una gran victoria en el monte Carmelo (1 Re 18), se ve amenazado por la reina Jezabel. Elías se encuentra solo, víctima de la murmuración, igual que Cristo en el Evangelio de hoy. No le queda más que una cosa: ponerse en manos de Dios. Dios da al profeta una señal para arrancarle de su desesperación: “Toma y come, que el camino es arduo” (v. 6), le dio un panecillo que recuerda el maná del desierto y el agua de la roca (Ex 16, 1-35; 17, 1-7). Como si el memorial de la Pascua del pueblo es el medio más seguro de curar el desaliento.
     El viaje al Monte Horeb es todo un símbolo: es la vuelta a las fuentes de la fe pura. En el Horeb el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se reveló bajo el nombre de Yahveh (Ex 3; 6); es el monte de las confidencias entre Moisés y Yahveh (Ex 33, 18-34,9); allí se selló la alianza, y para llegar allí, necesita Elías alimentarse con un pan del cielo que le hará recuperar la fe y la confianza en Dios.
     Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy vienen a confirmar la plenitud de sentido de aquel alimento que sostuvo a Elías. El es el verdadero alimento bajado del cielo. Pero creer esto es un don de lo alto: «Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae». La fe nos permite “comulgar” –es decir, entrar en comunión con Cristo–. La fe nos une a Cristo, que es la fuente de la vida.
     El anuncio de la Eucaristía es claro y sin ambigüedades, hasta provocar el escándalo. La Eucaristía es el memorial, actualización y ofrenda sacramental del único sacrificio de Cristo. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y esta se hace presente de forma actual. Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención. Es participando de la Eucaristía como se nos comunica la vida eterna ya aquí en la tierra. ¡Señor, danos siempre de ese Pan! Amén.

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