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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 21 de agosto de 2012

Homilía XXI Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Jos 24,1-2.15-18 / Sal 33 / Ef 5,21-32 / Jn 6,61-70

«Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos»

Hoy concluimos este ciclo de catequesis eucarísticas que durante cinco domingos han alimentado nuestra fe, al meditar el capítulo seis del evangelio de san Juan. La escena que hoy contemplamos nos estremece. Digo esto porque el primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, al igual que el anuncio de su pasión los escandalizó. Escuchamos hoy cómo algunos de los discípulos de Jesús dieron marcha atrás. «Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?» - dijeron - (Jn 6, 60). La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. Pero el Señor no se retracta de su verdad: «¿También ustedes quieren marcharse?» (Jn 6, 67). Hoy, esa palabra resuena en nuestro corazón. No como un reproche, sino como una invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 68), por lo que, acoger la fe en el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo.
Nuestra fe católica nos enseña que Cristo Jesús murió, resucitó, y está sentado a la derecha de Dios Padre e intercede por nosotros. Pero a su vez, está presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia, «allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre», en los pobres, los enfermos, los presos, en los sacramentos de los que Él es autor, en el sacrificio de la Misa y en la persona del ministro. Pero, sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas.
El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos. En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero. Esta presencia se denomina “real“, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen “reales”, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente.
El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación“.
La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo.
Hoy, las palabras de Josué dirigidas a las tribus de Israel al entrar a la tierra prometida de Canaán: «Escoged a quién servir», nos sirven de reflexión como discípulos de Jesús. También nosotros reconocemos en el don de la  Eucaristía la forma y expresión de nuestro seguimiento a Cristo, «Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 30). Es decir, Cristo nos ha amado tanto que nos ha amado como a su propia carne, dándonos alimento y calor en la Eucaristía. Amén. 

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