Ciclo B
«Llevad la Palabra a la práctica y no os limitéis a escucharla» Stgo. 1,
22
Hoy, el salmo responsorial (Salmo 14) parece darnos la
clave para sentarnos a la mesa del Señor. El alma orante se pregunta: “Señor, ¿quién
puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo? - El que procede
honradamente y practica la justicia…”. Recordemos que la tienda simboliza “los cielos”, morada de Dios, y es el
lugar de su presencia real. Fue en el monte Moriah en donde Dios le pidió
a Abraham el sacrificio de Isaac, y según la tradición bíblica fue allí en
donde se habría edificado el templo de Jerusalén. De modo que el
peregrino que iba a la Casa del Señor, a su morada, al templo se preocupaba de
estar dignamente preparado. Sabía que la entrada a la morada del Señor requería
unas determinadas condiciones.
El salmista se detiene en las disposiciones morales.
¿Cuáles son las verdaderas disposiciones del alma que se acerca a rendir culto
a Dios? Si fuéramos a hacer una verdadera reforma litúrgica para agradar a
Dios, no basta con cambiar unos cantos por otros, con hacer los textos más
accesibles, los gestos más significativos, trasformar al pueblo de
espectador en actor. Sin duda, todo eso es importante, pero no basta. Una
liturgia es auténtica cuando expresa todo su objetivo de unión de Dios con los
hombres y entre los miembros de la comunidad entre sí.
Nos decía el Papa Benedicto XVI en la fiesta del
Corpus Christi del pasado mes de junio que: «La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si
va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de
adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y
plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento,
habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la
asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos
acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y
ofreciéndolos al Padre».
De hecho, la epístola de Santiago nos recuerda hoy que
“La religión pura e intachable a los ojos de Dios
Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse
las manos con este mundo”. Lo cual
nos hace pensar que una liturgia que no exprese las verdaderas relaciones entre
los miembros de una comunidad carecería de sentido. “La Palabra hay que
llevarla a la práctica”, no podemos limitarnos a escucharla, porque nos engañaríamos
a nosotros mismos.
Este proceder no se improvisa en la iglesia. La
preparación del alma que viene a dar culto a Dios a la iglesia viene de la
calle. En la iglesia se manifiestan las relaciones «justas» que hemos
establecido con el prójimo en medio del mundo. Es así como la asamblea litúrgica
se revela como una verdadera comunidad, y no como un «público» o como una
«clientela». Entonces Dios nos acoge como huéspedes, como comensales
suyos.
Este es el reproche que escuchamos hoy en los labios
de Jesús: «El culto que me dan está
vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». La liturgia de la iglesia se desarrolla de modo
perfecto sólo cuando los protagonistas son capaces de celebrar una
liturgia justa en la vida. Es decir, cuando en la calle, en la fábrica, en casa,
en el lugar donde vivimos, ofrecemos nuestra vida entera como un culto digno,
razonable y santo para Dios. “Los
fieles, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la
Eucaristía y ejercen su “sacerdocio” en la recepción de los sacramentos, en la
oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la
abnegación y caridad operante” (Lumen Pentium n.10). Hermanos, ¡honremos a
Dios con nuestra vida! Amén.
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