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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 28 de agosto de 2012

Homilía XXII Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B

«Llevad la Palabra a la práctica y no os limitéis a escucharla» Stgo. 1, 22

Hoy, el salmo responsorial (Salmo 14) parece darnos la clave para sentarnos a la mesa del Señor. El alma orante se pregunta: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo? - El que procede honradamente y practica la justicia…”. Recordemos que la tienda simboliza “los cielos”, morada de Dios, y es el lugar de su  presencia real. Fue en el monte Moriah en donde Dios le pidió a Abraham el sacrificio de Isaac, y según la tradición bíblica fue allí en donde se  habría edificado el templo de Jerusalén. De modo que el peregrino que iba a la Casa del Señor, a su morada, al templo se preocupaba de estar dignamente preparado. Sabía que la entrada a la morada del Señor requería unas determinadas condiciones.
El salmista se detiene en las disposiciones morales. ¿Cuáles son las verdaderas disposiciones del alma que se acerca a rendir culto a Dios? Si fuéramos a hacer una verdadera reforma litúrgica para agradar a Dios, no basta con cambiar unos cantos por otros, con hacer los textos más accesibles, los  gestos más significativos, trasformar al pueblo de espectador en actor. Sin duda, todo eso es  importante, pero no basta. Una liturgia es auténtica cuando expresa todo su objetivo de unión de Dios con los hombres y entre los miembros de la comunidad entre sí.
Nos decía el Papa Benedicto XVI en la fiesta del Corpus Christi del pasado mes de junio que: «La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre».
De hecho, la epístola de Santiago nos recuerda hoy que La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo”. Lo cual nos hace pensar que una liturgia que no exprese las verdaderas relaciones entre los miembros de una comunidad carecería de sentido. “La Palabra hay que llevarla a la práctica”, no podemos limitarnos a escucharla, porque nos engañaríamos a nosotros mismos.
Este proceder no se improvisa en la iglesia. La preparación del alma que viene a dar culto a Dios a la iglesia viene de la calle. En la iglesia se manifiestan las relaciones «justas» que hemos establecido con el prójimo en medio del mundo. Es así como la asamblea litúrgica se revela como una verdadera comunidad, y no como un «público» o como  una «clientela». Entonces Dios nos acoge como huéspedes, como comensales  suyos.
Este es el reproche que escuchamos hoy en los labios de Jesús: «El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». La liturgia de la iglesia se desarrolla de modo perfecto sólo cuando los protagonistas son capaces de celebrar una liturgia justa en la vida. Es decir, cuando en la calle, en la fábrica, en casa, en el lugar donde vivimos, ofrecemos nuestra vida entera como un culto digno, razonable y santo para Dios. “Los fieles, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y ejercen su “sacerdocio” en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante” (Lumen Pentium n.10). Hermanos, ¡honremos a Dios con nuestra vida! Amén. 

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