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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 11 de septiembre de 2012

Homilía XXIV Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Is 50, 5-9 / Sal 114 / Stgo 2, 14-18 / Mc 8, 27-35

«El Señor Dios me ha abierto el oído» (Is 50, 5)

Aún recordamos el milagro del “sordomudo” que nos narraba el evangelio de san Marcos, el domingo pasado (Mc 7, 32ss). Hoy, el texto del Antiguo Testamento, tomado del tercer cántico del Siervo (Isaías 50,5-9), me retrotrae al personaje del “sordomudo”, por aquello de que «El Señor Dios me ha abierto el oído» (v. 5) y “El Señor Dios, me ha dado una lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora” (v.4). ¿No somos acaso tu y yo, aquel “sordomudo”, sobre quien Jesús pronunció el “Effetá” para abrir nuestros oídos a la Palabra –la fe entra por el oído- y nuestros labios para proclamar esa fe?
Pero hoy la secuencia litúrgica nos narra otro episodio de la vida de Jesús. San Marcos, continúa su evangelio narrando el milagro de la multiplicación de los panes, la confrontación de los fariseos con Jesús, el milagro de la curación de un ciego, y siguiendo el camino por las aldeas de Cesarea de Filipo, aparte con sus discípulos, les pregunta: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mc 8,27ss). Este momento de la vida de los apóstoles, va a servir para revelarnos quién es en su verdad plena y profunda este Jesús que realiza signos y milagros. A Jesús, no le bastará la respuesta de lo que habían oído decir de Él, sino que quiere que sus discípulos, los que han aceptado comprometerse personalmente con Él, tomen una posición personal. Por eso, les insiste: “¿Quién dicen ustedes que soy yo?” (v.29). Pedro contesta en nombre de los demás: “Tu eres el Cristo”, es decir, el Mesías. Esta respuesta de Pedro, que no provenía “ni de la carne ni de la sangre”, encierra en sí como en germen la futura confesión de fe de la Iglesia.
Con todo, Pedro no había entendido aún el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús. Por eso, ante el anuncio de la pasión se escandaliza y protesta, provocando la dura reacción de Jesús (v.32-33). Pedro quiere un Mesías “hombre divino”, que realice las expectativas de la gente imponiendo a todos su poder. También nosotros deseamos que el Señor imponga su poder y transforme inmediatamente el mundo. Que no haya más dolor, que no haya más injusticias, que se acabe el mal, ¿Por qué el sufrimiento de los inocentes?
Pero Jesús se presenta como el “Dios humano”, el siervo de Dios, que transforma las expectativas de la muchedumbre siguiendo el camino de la humildad y el sufrimiento. Es así que entendemos por qué la liturgia nos propone el relato del Siervo doliente del profeta Isaías, para enfocarnos a entender el Evangelio, indicando que el sufrimiento de Cristo estaba proféticamente previsto.
También hoy debemos tomar una postura ante Jesucristo. O acogemos a Jesucristo en la verdad de su misión y renunciamos a nuestras expectativas demasiado humanas; o le doy más relevancia a mis expectativas humanas del Dios que me conviene, rechazando al verdadero Jesús.
Jesús nos enseña hoy a ser verdaderos discípulos, nos dice: “No me señales tú el camino; yo tomo mi camino –el de la Cruz- y tú debes ponerte detrás de mí”. Esta es la ley del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo. Aunque le cuesta, Pedro va a acoger la invitación y prosigue su camino tras las huellas del Maestro. Hagamos tu y yo lo mismo. Amén.

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