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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

lunes, 17 de septiembre de 2012

Homilía XXV Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Sb 2, 12-20 / Sal 53 / Sant 3,16-4,3 / Mc 9,30-37

«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.» (Mc 9,35)

En el evangelio de este domingo, Jesús anuncia por segunda vez a los discípulos su pasión, muerte y resurrección. El evangelista san Marcos no disimula el fuerte contraste que existe entre la mentalidad de Jesús y la capacidad de entender de los doce Apóstoles, quienes no sólo no comprenden las palabras del Maestro, sino que rechazan claramente la idea de que vaya al encuentro de la muerte. ¿Por qué aceptar un Mesías abocado al sufrimiento?
¿No podían los apóstoles haber superado ese escándalo acudiendo a la misma Escritura? ¿Es que acaso la Escritura misma no sugería que el Mesías debía padecer? Como el mismo Jesús les va a revelar a los discípulos de Emaús, en la mañana de la resurrección: «¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?» (Lucas 24,26). De hecho, el Antiguo Testamento está impregnado de referencias en las que podemos descubrir el anuncio de la pasión de Cristo. Hoy leemos precisamente un texto del libro de la Sabiduría. «Acechemos al justo… quien declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo del Señor; lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente… y se gloría de tener por padre a Dios. lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él.» (Sab 2, 12-20).
Si el domingo pasado el tema del Mesías que iba a padecer suscitó la reacción contraria de Pedro, hoy, la reacción es mucho más lamentable ya que se ve que los discípulos ni siquiera han  escuchado, sus preocupaciones se dirigen hacia el éxito personal, exactamente lo contrario de lo que Jesús intentaba explicarles. Y Jesús, pues, debe volver a explicar y a insistir en el estilo que él propone: se trata de querer vivir toda la vida como servicio; y se trata de saberlo reconocer a él no en los grandes y prestigiosos, sino en los humildes y débiles.
Los apóstoles discutían entre sí sobre quién de ellos se debería considerar «el más importante». Jesús les explica con paciencia su lógica, la lógica del amor que se hace servicio hasta la entrega de sí: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».
Esta es la lógica del cristianismo, que responde a la verdad del hombre creado a imagen de Dios, pero, al mismo tiempo, contrasta con el egoísmo, consecuencia del pecado original. Lo recuerda, en la liturgia de hoy, también la carta de Santiago: «Donde existen envidias y espíritu de contienda, hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía». Y el Apóstol concluye: «Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 16-18).
No cabe duda de que seguir a Cristo es difícil, pero —como él dice— sólo quien pierde la vida por causa suya y del Evangelio, la salvará (cf. Mc 8, 35), dando pleno sentido a su existencia. No existe otro camino para ser discípulos suyos; no hay otro camino para testimoniar su amor y tender a la perfección evangélica. Amén.

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