Ciclo B
Is 35, 4-7 / Sal 145 /
Sant 2, 1-5 / Mc 7, 31-37
«Todo lo ha hecho bien:
hace oír a los sordos y hablar a los mudos.» Mc, 7, 37
Seguimos
adelante con el “Evangelio de Jesucristo” según san Marcos en el ciclo
litúrgico B. Después de la catequesis eucarística que por cinco domingos
tuvimos y que concluyó con la crisis galilea explicada por el Evangelio de san Juan
(“Dura es esta enseñanza, ¿Quién puede escucharla?”), y del desafío de Jesús al
corazón del hombre, cuando el domingo pasado nos decía que es del corazón de
donde brotan nuestras impurezas (Mc 7, 21); hoy le seguimos a tierra de paganos
(Tiro y Sidón), se aleja de las multitudes, realiza un milagro.
Como de
costumbre, la primera lectura, tomada del profeta Isaías, nos ilustra el
sentido pleno del signo realizado por Jesús. El profeta Isaías consuela a su
pueblo, en horas difíciles, y le asegura -con un lenguaje al que estamos más
acostumbrados en las semanas del Adviento- que Dios va a infundir fuerza a los
cobardes, la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el habla a los mudos y
aguas abundantes al desierto. Los signos que realiza Jesús revelan que han
llegado los tiempos mesiánicos. Por eso el asombro de la gente: «en el colmo del asombro decían: -Todo lo ha
hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
De hecho,
cuando los discípulos de Juan el Bautista le preguntan a Jesús: "¿Eres tú
el que tenía que venir o esperamos a otro?” Jesús les respondió: «Id a contarle
a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los
leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres
se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,4-5). Jesús cumple así la gran profecía
de Isaías, El es el gran liberador.
Deberíamos
cantar con el alma orante del Salmo 145, ¡Alaba alma mía al Señor, no olvides
sus beneficios, Él libera tu alma!”. En el milagro de la curación del sordomudo,
Cristo se revela como el sacramento del encuentro con Dios. Y los Sacramentos se
revelan, a su vez como actos de salvación personal de Cristo. No existe otro
acontecimiento salvífico, otro nombre en el que podamos encontrar nuestra
salvación, ni otro sacramento que Cristo.
La Iglesia, en
su misión evangelizadora, hasta que Él vuelva, no puede olvidar que “Dios ha
elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del
Reino, que prometió a los que le aman” (Santiago 2, 5). Por lo tanto, ella como
Sacramento visible de la unión de Dios con los hombres, no estima a los hombres
por lo que aparentan o lo que tienen, sino por lo que son delante de Dios. Al
ser bautizados, también hemos escuchado el “Effetá”, que nos ha abierto
nuestros oídos y nuestros labios para “escuchar su palabra y proclamar la
fe". Un cristiano tiene que saber escuchar y saber hablar a su tiempo.
Al contemplar
el milagro del sordomudo, nos damos cuenta de que “no oír y no ver” son signos
del estado del hombre sin Dios. La curación del oído y la voz son signos de
salvación. Pero la salvación otorgada por Dios supone una ruptura respecto al
mundo, por eso Cristo "aparta" al mudo de la multitud, que es incapaz
de ver y de oír. Cristo le lleva fuera de la multitud (v.33), como para
subrayar que el mutismo es característica de la multitud y que es necesario
apartarse de su manera de juzgar las cosas para abrirse a la fe.
El mutismo en
la Sagrada Escritura está ligado a la falta de fe. En periodos de castigo
divino, los profetas permanecían mudos; no se proclamaba la Palabra de Dios
porque el pueblo se tapaba los oídos para no oírla. A la falta de fe de
Zacarías, éste permaneció mudo hasta que nació el precursor. Por eso, la
curación del mudo hoy, es un signo evidente de lo que es la fe: una virtud
infusa que no depende de las cualidades humanas y que requiere ser proclamada. Pero
si los profetas hablan, y hablan abundantemente, es señal de que han llegado
los tiempos mesiánicos y de que Dios está presente y la fe ampliamente
extendida.
Este evangelio
quiere darnos, pues, a entender que debemos tomar conciencia de que la fe es un
bien mesiánico. El evangelista subraya repetidas veces que la multitud tiene
oídos y no oye, y tiene ojos y no ve (Mc 4, 10-12). El signo de que han llegado
los tiempos de la gracia y de la fe es que se le ha otorgado al hombre la capacidad
para oír la palabra, corresponder a Dios y hablar de El a los demás. El
cristiano que vive estos últimos tiempos debe poder escuchar esa Palabra y
proclamarla: para hacerlo necesita los oídos y los labios de la fe.
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