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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

jueves, 6 de septiembre de 2012

Homilía XXIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Is 35, 4-7 / Sal 145 / Sant 2, 1-5 / Mc 7, 31-37

«Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.» Mc, 7, 37

Seguimos adelante con el “Evangelio de Jesucristo” según san Marcos en el ciclo litúrgico B. Después de la catequesis eucarística que por cinco domingos tuvimos y que concluyó con la crisis galilea explicada por el Evangelio de san Juan (“Dura es esta enseñanza, ¿Quién puede escucharla?”), y del desafío de Jesús al corazón del hombre, cuando el domingo pasado nos decía que es del corazón de donde brotan nuestras impurezas (Mc 7, 21); hoy le seguimos a tierra de paganos (Tiro y Sidón), se aleja de las multitudes, realiza un milagro.
Como de costumbre, la primera lectura, tomada del profeta Isaías, nos ilustra el sentido pleno del signo realizado por Jesús. El profeta Isaías consuela a su pueblo, en horas difíciles, y le asegura -con un lenguaje al que estamos más acostumbrados en las semanas del Adviento- que Dios va a infundir fuerza a los cobardes, la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el habla a los mudos y aguas abundantes al desierto. Los signos que realiza Jesús revelan que han llegado los tiempos mesiánicos. Por eso el asombro de la gente: «en el colmo del asombro decían: -Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
De hecho, cuando los discípulos de Juan el Bautista le preguntan a Jesús: "¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?” Jesús les respondió: «Id a contarle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,4-5). Jesús cumple así la gran profecía de Isaías, El es el gran liberador.
Deberíamos cantar con el alma orante del Salmo 145, ¡Alaba alma mía al Señor, no olvides sus beneficios, Él libera tu alma!”. En el milagro de la curación del sordomudo, Cristo se revela como el sacramento del encuentro con Dios. Y los Sacramentos se revelan, a su vez como actos de salvación personal de Cristo. No existe otro acontecimiento salvífico, otro nombre en el que podamos encontrar nuestra salvación, ni otro sacramento que Cristo.
La Iglesia, en su misión evangelizadora, hasta que Él vuelva, no puede olvidar que “Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino, que prometió a los que le aman” (Santiago 2, 5). Por lo tanto, ella como Sacramento visible de la unión de Dios con los hombres, no estima a los hombres por lo que aparentan o lo que tienen, sino por lo que son delante de Dios. Al ser bautizados, también hemos escuchado el “Effetá”, que nos ha abierto nuestros oídos y nuestros labios para “escuchar su palabra y proclamar la fe". Un cristiano tiene que saber escuchar y saber hablar a su tiempo.
Al contemplar el milagro del sordomudo, nos damos cuenta de que “no oír y no ver” son signos del estado del hombre sin Dios. La curación del oído y la voz son signos de salvación. Pero la salvación otorgada por Dios supone una ruptura respecto al mundo, por eso Cristo "aparta" al mudo de la multitud, que es incapaz de ver y de oír. Cristo le lleva fuera de la multitud (v.33), como para subrayar que el mutismo es característica de la multitud y que es necesario apartarse de su manera de juzgar las cosas para abrirse a la fe.
El mutismo en la Sagrada Escritura está ligado a la falta de fe. En periodos de castigo divino, los profetas permanecían mudos; no se proclamaba la Palabra de Dios porque el pueblo se tapaba los oídos para no oírla. A la falta de fe de Zacarías, éste permaneció mudo hasta que nació el precursor. Por eso, la curación del mudo hoy, es un signo evidente de lo que es la fe: una virtud infusa que no depende de las cualidades humanas y que requiere ser proclamada. Pero si los profetas hablan, y hablan abundantemente, es señal de que han llegado los tiempos mesiánicos y de que Dios está presente y la fe ampliamente extendida.
Este evangelio quiere darnos, pues, a entender que debemos tomar conciencia de que la fe es un bien mesiánico. El evangelista subraya repetidas veces que la multitud tiene oídos y no oye, y tiene ojos y no ve (Mc 4, 10-12). El signo de que han llegado los tiempos de la gracia y de la fe es que se le ha otorgado al hombre la capacidad para oír la palabra, corresponder a Dios y hablar de El a los demás. El cristiano que vive estos últimos tiempos debe poder escuchar esa Palabra y proclamarla: para hacerlo necesita los oídos y los labios de la fe.

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