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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 11 de mayo de 2010

Homilía VII Domingo del Tiempo Pascual


Ciclo C
Hch 1,1-11 / Sal 46 / Efe 1,17-23 / Lc 24,46-53

«Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas»
Sal 46

     Hoy la liturgia nos recuerda con este Salmo 46 cómo Israel aclamaba a Dios en la procesión de entronización del arca de la alianza en el Templo, expresando así el gozo que siente la Iglesia, al conmemorar el momento en que Cristo es entronizado en la gloria, por su ascensión a los cielos: «Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo... Dios asciende entre aclamaciones... tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey».
     Con el acontecimiento de la Ascensión se termina una etapa de las apariciones del Resucitado. Nos dice San Lucas que “apareciéndoseles durante 40 días, les habló del Reino de Dios”. Los 40 días recuerdan los 40 años que el Pueblo de Israel anduvo en el desierto antes de entrar a la tierra prometida, los 40 días con los que Jesús inauguró su ministerio público. Sin duda se trata de una cifra simbólica, para designar un tiempo largo de preparación, de discernimiento, de crisis y tentación.
     Pero ¿dónde estaba Jesús durante los 40 días después de Pascua, cuando se aparecía a sus discípulos? ¿Estaba solitario, escondido, en algún lugar de Palestina, del que salía de cuando en cuando, para ver a sus discípulos? ¡NO! Jesús estaba ya "junto al Padre" y "desde allí" se hacía visible y tangible a los suyos. Junto al Padre estaba ya desde su resurrección y con nosotros permanece aun después de subir al Padre. En otras palabras, en la Ascensión no se da una partida que dé lugar a una despedida; sino una desaparición que da lugar a una presencia distinta.
     Jesús no se va, deja de ser visible. En la Ascensión Cristo no nos dejó huérfanos, sino que se instaló más definitivamente entre nosotros con otras presencias. "Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28,20). Así lo había prometido y así lo cumplió. Por la Ascensión, Cristo no se fue a otro lugar, sino que entró en la plenitud de su Padre como Dios y como hombre. Y precisamente por eso se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros.
     Por esto es muy importante entender qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús se fue al cielo o que está sentado a la derecha de Dios Padre. La única manera de convertir la Ascensión en una fiesta es comprender a fondo la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Una partida da lugar a una ausencia. Una desaparición inaugura una presencia oculta.
     Por la Ascensión, Cristo se hizo invisible: entra en la participación de la omnipotencia del Padre, fue plenamente glorificado, exaltado, espiritualizado en su humanidad. Y debido a esto, se halla más que nunca en relación con cada uno de nosotros.
     Si la Ascensión fuera la partida de Cristo, deberíamos entristecernos y echarlo de menos. Pero, afortunadamente, no es así. Cristo permanece con nosotros “siempre hasta la consumación del mundo”. En la Biblia, la palabra cielo no designa propiamente un lugar: es un símbolo para expresar la grandeza de Dios. San Pablo dice: "subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia" (Ef 4,10), es decir, alcanzó una eficacia infinita que le permitía llenarlo todo con su presencia.
     Su ascensión es una ascensión en poder, en eficacia, y por tanto, una intensificación de su presencia, como así lo atestigua su presencia en la Eucaristía. No se trata de una ascensión local, cuyo resultado sólo sería un alejamiento, sino un entrar en su gloria, lo cual hace que trascienda el tiempo y el espacio.
      La Resurrección, la Ascensión y Pentecostés son aspectos diversos del Misterio Pascual. Si se presentan como momentos distintos y se celebran como tales en la liturgia es para poner de relieve el rico contenido que hay en el hecho de pasar Cristo de este mundo al Padre. La Resurrección subraya la victoria de Cristo sobre la muerte, la Ascensión su retorno al Padre y la toma de posesión del reino y Pentecostés, su nueva forma de presencia en la historia.
     Al celebrar esta fiesta litúrgica no podemos menos que considerar la esperanza a la que hemos sido llamados, la herencia que esperamos y el poder de Dios que se manifestó en la exaltación de Jesús resucitado y que ahora actúa en los creyentes hasta que también nosotros resucitemos como nuestro Señor (segunda lectura de hoy, Efesios 1, 17-23).
     San Agustín nos da una reflexión hermosa en la fiesta de hoy, no puedo menos que transcribirla:
«Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues, del mismo modo que él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete. 
Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y también: “Tuve hambre y me disteis de comer”. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.
Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: “Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo”. Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.
En este sentido dice el Apóstol: “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo”. No dice: "Así es Cristo", sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros. Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la divinidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza.»

(De los Sermones de San Agustín, -Sermón Mai 98, Sobre la Ascensión del Señor, 1-2; PLS 2, 494-495- ).

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