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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 4 de mayo de 2010

Homilía VI Domingo del Tiempo Pascual


«El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».
Jn 14, 23

Continuamos meditando en este tiempo Pascual las palabras de Jesús en la última cena con sus discípulos. Jesús es consciente de su inminente pasión y muerte y, sin embargo, anima y consuela a sus discípulos. Aunque las despedidas saben a lágrimas, sin embargo, Jesús repite: “No se turbe vuestro corazón… ni se acobarde” (Jn 14,1. 27).
La actitud de Jesús ante la inminente partida es optimista: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre” (14,28). El evangelio que leemos hoy, nos muestra cómo Jesús quiere ayudar a sus discípulos a ver su partida desde el ángulo preciso. Igualmente queremos nosotros, a la luz de esta palabra, entender ese punto de vista de Jesús para que ilumine nuestra situación y entender por qué sus discípulos hoy no se sienten abandonados.
La alegría de su partida proviene del comprender que el camino de la Pascua conduce a una nueva, más profunda y más intensa forma de presencia suya en el hoy de la historia de todo discípulo.
Vistas así las cosas, el evangelio de este domingo responde entonces a la pregunta sobre cómo continúa Jesús guiando a sus discípulos -animando el seguimiento- en los nuevos tiempos.
A la luz de esto, entendemos por qué la primera comunidad de cristianos, como nos narra hoy la primera lectura (Hechos 15, 1-29), veía que sus decisiones pastorales en bien de los hermanos eran tomadas no por caprichos ni arbitrios de los apóstoles, sino contando con ese modo nuevo de presencia y actuación de Jesús en medio de ellos a través del Espíritu Santo: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las debidas…»
Es como si se diera, ya en el tiempo presente, algo de aquella visión de la Iglesia triunfante y gloriosa que vio Juan en el Apocalipsis (segunda lectura de hoy, Ap 21, 10-21), en donde Dios mismo constituye el Templo y la ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero. Así está Dios, presente en medio de nosotros, iluminando a su iglesia y conduciéndola por su Espíritu Santo.
Esta presencia y actuación de Dios en su Iglesia se sigue dando dentro del discípulo: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (14,23). Así como en Jesús no hay soledad, “Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32), “El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo” (Jn 8,29); todo discípulo no está perdido ni abandonado a su propia suerte. El discípulo gusta cotidianamente de la amorosa compañía de Dios. La comunión con Jesús y con el Padre no es solamente una realidad futura, sino una realidad presente, aquí y ahora, que crece todos los días hasta la visión definitiva de la gloria.
Esto es posible por el Espíritu Santo que se nos ha dado. “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis porque mora con vosotros” (14,17).
Lo que parecía ser un discurso de despedida rodeado de tristeza y melancolía, Jesús lo transforma. Él les muestra a sus discípulos que no hay motivos para estar tristes, porque su partida no es abandono sino plenitud de su hora y punto de partida de una nueva forma de presencia.
La partida es dolorosa, sí. Pero todo depende del punto de vista desde donde se miren las cosas. Si la miramos desde fuera, la muerte de Jesús parece una catástrofe. Pero si la miramos desde donde la ve el mismo Jesús, es distinto. Quien pone en práctica las enseñanzas del Maestro, no pierde la seguridad cuando llega la hora de la muerte de Jesús, sino que es confirmado en la fe en Él, en la paz y en la alegría por su victoria. Jesús nos invita a acoger esta visión de las cosas y a apropiárnosla. Hay que creerle a Jesús.

Amén.


Dijo el Cura de Ars:

«Las pruebas, para los que Dios ama, no son castigos, son gracias. ¿Qué son veinte o treinta años comparados con la eternidad? ¿Tanto tenemos que sufrir? Algunas humillaciones, algunos escalofríos, palabras molestas: eso no mata. ¡Qué bien sienta morir cuando se ha vivido en la cruz! Deberíamos correr tras la cruz como el avaro corre tras el dinero. La cruz es el don que Dios ha dado a sus amigos».

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