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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 18 de mayo de 2010

Solemnidad de Pentecostés

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El libro de “Los Hechos de los Apóstoles” nos narra el evento de Pentecostés. Los discípulos reunidos con María en el cenáculo, reciben el don del Espíritu. Se realiza así la promesa de Jesús y se inicia el tiempo de la Iglesia. Desde ese momento, el soplo del Espíritu llevará a los discípulos de Cristo hasta los últimos confines de la tierra. Los llevará hasta dar la vida por el testimonio del Evangelio.
Lo que sucedió en Jerusalén hace dos mil años, continúa renovándose hoy en nuestra vida. Para entenderlo, debemos detenernos en los efectos que tuvo en los Apóstoles su venida el día de Pentecostés.
Lo primero que ocurrió fue que los discípulos fueron transformados. Hasta poco antes de la Ascensión, todavía no comprendían la obra de Cristo y le preguntaron: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?"
Será el día de Pentecostés cuando el Espíritu Santo les reveló el misterio de Cristo y del reino de Dios, y van a testimoniar su fe en Cristo sin miedo a los peligros y tormentos. Con alegría, confianza y constancia predican a Cristo como Hijo de Dios crucificado y resucitado, delante del Sanedrín y delante de todo el pueblo.
Por otra parte, toda la gente que escuchó el testimonio de los Apóstoles, lo entendieron, se convirtieron y se hicieron bautizar (Act. 2, 4). Más de tres mil se sumaron a la Iglesia en la primera hora gracias a la predicación y testimonio de Pedro (Act. 2, 41). Por eso, el día de Pentecostés puede ser llamado el día del nacimiento de la Iglesia. La Iglesia fue consecuencia de la efusión y derramamiento del Espíritu. Ahora se cumplen las promesas hechas por Cristo, antes no había ni bautismo ni perdón de los pecados, no había predicación del Evangelio ni administración de sacramentos. Ahora entran en vigencia los poderes concedidos e impuestos por Cristo a sus apóstoles. Aquella mañana apareció por vez primera como comunidad la reunión de los cristianos; esa comunidad está conformada y configurada por el Espíritu Santo, da testimonio a favor de Cristo, perdona los pecados y concede la gracia. Aunque ya existía la Iglesia, se parecía al primer hombre hecho de barro antes de serle alentada la vida; era un cuerpo muerto que esperaba la chispa de la vida.
¿Cuándo empezó la Iglesia a vivir y a actuar? El día de Pentecostés. Antes solo existían sus elementos esenciales y estaban dotados de los poderes necesarios; la doctrina había sido predicada, los apóstoles elegidos, los sacramentos instituidos y organizada la jerarquía, pero la Iglesia no vivía ni se movía. Las fuerzas divinas dormitaban, nadie predicaba ni bautizaba ni perdonaba los pecados y nadie ofrecía el santo sacrificio. La Iglesia estaba en un estado parecido al sueño, como Adán antes de que le fuera alentada la vida... Así estaba la Iglesia hasta la hora nona del día de Pentecostés, en que el Espíritu Santo descendió sobre ella en el ruido del viento y en las lenguas llameantes. Este fue el momento de empezar a vivir; todo empezó a moverse y a actuar.
Santo Tomás de Aquino dice que el día de Pentecostés es el día de la fundación de la Iglesia (Sententiarum I d. 16, q. 1, a. 2). San Buenaventura dice: «La Iglesia fue fundada por el Espíritu Santo descendido del cielo» (Primera Homilía de la fiesta de la Circuncisión del Señor, edición Quaracchi IX, 135).
Ahora bien, la actividad que desarrolló el Espíritu Santo al descender sobre los Apóstoles y discípulos en el cenáculo de Jerusalén no se limitó a la mañana de Pentecostés, sino que desde aquel día se está realizando sin pausa hasta la vuelta de Cristo. La Iglesia está convencida de que está continuamente bajo la influencia decisiva del Espíritu Santo y, por tanto, de que todo lo que hace lo hace en el Espíritu Santo.
Así lo profetizó Jesús en sus palabras de despedida: «Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros» (Jn. 14, 15-17).
Las funciones del Espíritu Santo son enumeradas por Cristo en las palabras de despedida. El Espíritu Santo hace que los discípulos recuerden a Cristo, que no se olviden de Jesús. Pero la función memorativa del Espíritu Santo es función actualizadora y su fin es que los discípulos tengan a Cristo como interna posesión. Cristo debe actuar en ellos. El Espíritu Santo crea la «presencia activa» de Cristo en los discípulos, es Cristo quien vive en ellos.
El Espíritu Santo introduce a los discípulos en la verdad hasta que ellos reconocen la riqueza y profundidad de la sabiduría de Dios; da además testimonio de Cristo de forma que ese testimonio desarrolla lo que Cristo ha predicado y abre a la vez su sentido.
Hoy, nos hacemos plenamente conscientes de la necesidad del don del Espíritu Santo para que renueve nuestra vida y el mundo entero, por eso oramos diciendo: « ¡Ven Espíritu Santo! ¡Ven y renueva la faz de la tierra! ¡Ven con tus siete dones! ¡Ven, Espíritu de vida, Espíritu de verdad, Espíritu de comunión y de amor! La Iglesia y el mundo tienen necesidad de ti. ¡Ven, Espíritu Santo, y haz cada vez más fecundos los carismas que has concedido! Da nueva fuerza e impulso misionero a los hijos de la Iglesia. Ensancha nuestro corazón y reaviva nuestro compromiso cristiano en el mundo. Haznos mensajeros valientes del Evangelio, testigos de Jesucristo resucitado, Redentor y Salvador del hombre. Afianza nuestro amor y fidelidad a la Iglesia ».
Y concluimos mirando a santa María, primera discípula de Cristo, Esposa del Espíritu Santo y Madre de la Iglesia, que acompañó a los Apóstoles, en el primer Pentecostés, a ella dirigimos nuestra mirada para que nos ayude a aprender de su “fiat” la docilidad a la voz del Espíritu. Amén.

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