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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

lunes, 24 de mayo de 2010

Solemnidad de la Santísima Trinidad



IX Domingo del Tiempo Ordinario



«La fe católica es ésta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad».
Símbolo Atanasiano.

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. A través del la Encarnación del Hijo de Dios, se reveló que Dios es el Padre eterno y que el Hijo es consustancial al Padre; es decir, que es en él y con él, el mismo y único Dios. Por otra parte, la misión del Espíritu Santo (celebrado en la Fiesta de Pentecostés) enviado por el Padre en nombre del Hijo (Jn 14, 26) y por el Hijo “de junto al Padre” (Jn 15, 26), revela que él es con ellos el mismo y único Dios. «Con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria» -recitamos en el Credo.
«A Dios, nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18). Es Jesús quien ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador, sino que es eternamente Padre en relación a su Hijo Único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27).
Por eso, la fe que recibimos de los Apóstoles y que se contiene en el Nuevo Testamento confiesa a Jesús como el “Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios” (Jn 1, 1), como la “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). Por otra parte, antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de “otro Paráclito” (Defensor), el Espíritu Santo. De modo que, el Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre. El envío de la persona del Espíritu Santo, tras la glorificación de Jesús (Jn 7, 39), revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad.
Y todo este conocimiento, ¿de qué nos sirve? ¿A dónde nos lleva? Sin duda, de nada nos sirve conocer, si no nos lleva ese conocimiento a amar lo conocido. Nadie ama lo que no conoce. Y Jesús nos dice que «si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23). De modo que, conocerle nos lleva a amarle y amándole nos podremos convertir en morada de la Trinidad en la tierra.
Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- viene a habitar en nuestra alma en gracia de un modo especial, mediante la gracia santificante (SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1, q. 43, a. 3.). Y, es en el centro del alma, donde debemos acostumbrarnos a buscar a Dios en las situaciones más diversas de la vida. Esta presencia se llama “inhabitación” y quiere decir que si Dios, Uno y Trino, habita en mí, puedo convertir la vida -con sus contrariedades e incluso a través de ellas- en un anticipo del Cielo.
Para este fin, hemos sido creados y elevados al orden sobrenatural: para conocer, tratar y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo, que habitan en el alma en gracia. La contemplación y la alabanza a la Trinidad Santa es la sustancia de nuestra vida sobrenatural y ése es también nuestro fin: porque en el Cielo, nuestra felicidad y nuestro gozo será una alabanza eterna al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

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