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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 22 de marzo de 2011

Homilía III Domingo de Cuaresma


Ciclo A

Ex 17, 3-7 / Sal 94 / Rm 5, 1-2.5-8 / Lc 4, 24-30

«Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed» Jn 4, 15

Llegamos al tercer domingo de nuestro itinerario cuaresmal hacia la Pascua. Es un camino de renovación interior. El Papa Benedicto XVI nos enseña en el Mensaje de Cuaresma de 2011 que no hay camino más adecuado para emprender este camino de renovación interior que dejarnos guiar por la Palabra de Dios. Por esto la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana.

En palabras del Siervo de Dios, Juan Pablo II: «El tercero, cuarto y quinto domingo de Cuaresma forman un estimulante itinerario bautismal que se remonta a los primeros siglos del cristianismo, cuando por norma se administraban los Bautismos durante la Vigilia pascual. Por este motivo, todavía hoy la liturgia de estos domingos se caracteriza por tres textos del Evangelio de Juan, que son propuestos según un esquema antiquísimo: Jesús promete a la Samaritana el agua viva, vuelve a dar la vista al ciego de nacimiento y resucita de la tumba al amigo Lázaro. Queda así clara la perspectiva del bautismo: a través del agua, símbolo del Espíritu Santo, el creyente recibe la luz y renace en la fe a una vida nueva y eterna. El «manantial de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 14), del que habla la página del Evangelio de hoy, está presente en todo bautizado, pero hay que limpiarlo de todos los residuos del pecado para que no sea sofocada ni resecada» (JUAN PABLO II, Ángelus 3 marzo 2002).

A través de las lecturas que hoy escuchamos se nos llama a «beber de los manantiales de vida eterna». Dice el Papa Benedicto XVI que “en la petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4,7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, se expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v.14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v.23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín”.

Al contemplar este Evangelio de hoy, por un lado encontramos a la mujer samaritana, que va a sacar agua del viejo pozo de Jacob; y por otro lado, Jesús, «cansado del camino, sentado junto al manantial», cabe preguntarnos: «¿Quién buscaba a quién? O ¿quién encontró a quién?».


La mujer acudía, jadeante y afanosa, cada día al pozo para saciar su sed y la de los suyos; pero, «el que bebía de aquel pozo volvía a tener sed». Ella igualmente acudía a «otras fuentes incitantes y apetitosas», tratando de apaciguar esa otra sed de felicidad que ella, como todos los mortales, llevaba en su corazón. Y no se daba cuenta que inconscientemente, buscaba la felicidad, era a Dios a quien buscaba. «Cualquier forma de sed es sed de Dios».

Pero por otra parte, Dios es un buscador del hombre. ¡Qué paradoja! ¿Cómo puede El, manantial inagotable de agua viva, andar sediento de este mínimo y pobre riachuelo que sale de mi corazón? Dios desea que le deseemos, tiene sed de que estemos sedientos de El. Por eso: «¿Quién busca a quién? ¿Jesús a la samaritana o la samaritana a Jesús?» Y escuchamos la voz interior de Jesús que nos dice: «He aquí que estoy junto a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo».

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