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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 2 de marzo de 2011

Homilía IX Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Dt. 11, 18. 26-28. 32 / Sal 30 / Rm 3, 21-25a. 28 / Mt 7, 21-27

El hombre prudente edifica su casa sobre roca

Llegamos hoy al último domingo antes de comenzar la Sagrada Cuaresma. El tiempo ordinario se interrumpirá por más de tres meses para que los cristianos de todo el mundo, a través de la sagrada Liturgia, puedan adentrarse en el memorial de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, la Pascua Cristiana. Antes de entrar en ese tiempo fuerte, concluimos hoy el “Sermón de la Montaña”, que por varios domingos ha sido fuente de alimento para nuestra meditación personal.

Hemos vivido domingos verdaderamente intensos con todo este mensaje que Jesús ha querido dejar claramente establecido en el corazón de sus discípulos. Tu y yo, nos sentimos también interpelados por su Palabra. No podemos quedar indiferentes ante ella. Escuchar su Palabra y no guardarla ni cumplirla (ponerla por obra) sería lo mismo que ser sordos, insensatos y necios como el hombre que edifica su casa sobre la arena al lado de un río seco. Cuando llegue la temporada de lluvia, su casa amenazaría ruina segura.

Hoy quisiéramos rezar el Salmo 30 que nos propone la Liturgia con sentido de identidad con Jesús. De hecho, este salmo se canta el Viernes Santo, ya que Jesús en la cruz, tomó de él, su "última palabra" antes de morir: "En tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu" (Lucas 23,46). Pero todo el salmo se aplica perfectamente a Jesús crucificado. En este salmo el alma orante está acusada siendo inocente, está enferma, moribunda, pero a pesar de las acusaciones injustas de que es objeto, canta la felicidad de su vida en intimidad con Dios: "Me confío en Ti, Señor... Mis días están en tus manos... Tu amor ha hecho para mí maravillas... ¡Tú colmas a aquellos que confían en Ti!". Y repetimos todos diciendo: “¡Sé la roca de mi refugio, Señor!”.

Siguiendo la imagen de la “roca”, que expresa seguridad, firmeza, perpetuidad, podemos hacernos una idea de lo importante que es para el hombre, cimentar su vida en la Palabra de Dios. La Palabra de Dios nos decía hoy, por labios de Moisés, que es importante “meter esta palabra en el corazón y en el alma, atarla a la muñeca como un signo, ponerla como señal en la frente”. Es tanto como decir, no la olvides en tu memoria, ni en tus obras (la imagen de lo que hacemos con nuestras manos).

Esas palabras de Moisés fueron dirigidas al pueblo de la alianza como garantía de la promesa para entrar a la tierra prometida. Cumplir y guardar la Palabra de Dios, su Ley, será requisito imprescindible para poseer la herencia que Dios promete. Con la llegada de Jesucristo ha empezado una nueva etapa de la historia humana. Su venida ha manifestado la justicia y la fidelidad de Dios. El Evangelio, que Jesucristo nos ha proclamado es "poder de Dios para salvar a todo el que tiene fe" (Rom 1,16). De ahí que las palabras que san Pablo dice a los cristianos de Roma (segunda lectura) tienen un gran peso y valor para nosotros que hoy venimos a la Iglesia y escuchamos la Palabra de Dios. Jesucristo es la “Roca” firme y segura en la que tenemos que basar nuestra vida, fundar nuestras esperanzas, cimentar nuestra casa. El hombre ante la palabra de Dios es siempre responsable y, en el fondo, únicamente es responsable ante la palabra de Dios.

Llamado a presencia de Dios por su palabra, el hombre tiene que elegir. En Cristo y por Cristo, Dios ha llamado gratuitamente a su presencia a todos los hombres para hacer un solo pueblo, el nuevo Israel, el verdadero Israel de Dios, por la incorporación a Cristo de todos los creyentes. Por eso dice San Pablo que es la fe en Cristo la que salva, porque sólo en él y por él es posible cumplir las exigencias del amor de Dios al que hemos sido llamados. En Cristo y por Cristo se cumplen las promesas del Antiguo Testamento.

El creyente que ha sido salvado por la fe en Jesucristo, cuando vive por la fe, vive en respuesta a la escucha profunda y auténtica del Evangelio, una respuesta que le compromete hasta los huesos, y que se manifiesta y se realiza en las obras. No se contenta con decir: “Señor, Señor”, sino que cumple la voluntad de Dios a quien Jesús nos enseñó a llamar “Padre nuestro”. Amén.

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