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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 29 de marzo de 2011

Homilía IV Domingo de Cuaresma


Ciclo A
1-Sam 16, 1b. 6-7. 10-13 / Sal 22 / Ef 5, 8-14 / Jn 9, 1-41

En este IV domingo de la Cuaresma, podríamos detenernos a considerar las propiedades de la mirada de Dios. Pero, ¿cómo es la mirada de Dios sobre el hombre? «La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira sólo las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1-Sam 16,7).

El alma vive de la mirada de amor que Dios envía sobre ella. Dios ama todo lo que ha creado. «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gn 1, 31). Dios es el que ve con amor; por su mirada, las cosas son lo que son; por su mirada, “soy yo mismo”. Adán se ocultó de la mirada creadora de Dios después del pecado porque el demonio empañó el sentido de esa mirada. Somos la obra de la mirada de Dios.

El Señor ve las posibilidades de cada persona. Él ve la maldad y la bondad de cada corazón, su juicio penetra hasta el fondo del hombre. La mirada de Dios está puesta sobre el hombre y le da su rostro, su configuración. Llego a ser por su mirada. El alma vive gracias a la mirada, llena de amor, que Dios le dirige.

Todos mis pecados, quedan expuestos ante la mirada de Dios. Todo lo que ocurre, ocurre ante Dios. Ahora entendemos lo que dice la escritura: «La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira sólo las apariencias, pero el Señor mira el corazón».

Hoy la lectura de Samuel nos muestra precisamente cómo Dios mira a David desde su verdad más íntima. No provenía de familia noble ni militar ni sacerdotal y por tanto no podía invocar ningún derecho para ser ungido; sin embargo, sólo contó el saberse mirado por Dios, haber sido elegido gratuitamente, de ahí la exigencia de vivir y actuar conforme a la llamada recibida.

En efecto, para Dios no valen nada las apariencias. Por eso, San Pablo contrasta en la segunda lectura las costumbres impías de los paganos y gentiles con las de los cristianos. El cristiano vive «sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien las denuncia. Pues hasta da vergüenza mencionar las cosas que ellos hacen a escondidas» (Ef 5, 11-12). Nuestro deber de ser y andar en la luz no urge a denunciar y corregir a los pecadores para que despierten del sueño y se levanten de entre los muertos para que la luz de Cristo brille sobre ellos. Hablar de las maldades, torpezas y pecados de los paganos para dejarlas en la oscuridad no es propio de los cristianos, lo correcto, lo ético es sacar a la luz pública los mismos para corregirlos, denunciarlos, hacer que la luz de Cristo brille sobre todos.


Por último, el relato del Evangelio de hoy es el colofón de la revelación de esta luz de la mirada de Dios sobre cada uno de nosotros. Jesús se revela como la Luz del mundo. Jesús no sólo dará la luz a los ojos del ciego, sino que iluminará su interior llevándole a un acto de fe en su divinidad. La enfermedad, la ceguera, que es un mal físico sin relación con el pecado, es un símbolo del estado en el que se encuentra el hombre pecador: en el espíritu está ciego, sordo, paralítico. La mirada de Jesús sobre el ciego de nacimiento y sobre la de todos los que le rodeaban, fue totalmente distinta a como miran las criaturas.

Jesús se proclama la Luz del mundo porque nos ha dado el sentido último del mundo, de la vida de cada hombre, y de la humanidad entera. Sin Jesús toda la creación está a oscuras, no encuentra el sentido de su ser, ni sabe a dónde va. «El misterio del hombre sólo se esclarece realmente en el misterio del Verbo Encarnado… Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» (GS n.22).

Jesús expone la tremenda paradoja que se da entre los hombres. Los que dicen ver están en realidad ciegos, mientras que los que reconocen su ceguera alcanzan a ver la luz. Acerquémonos con humildad a Cristo y roguémosle que nos abra los ojos a la luz. La luz que Cristo nos da es la fe. La fe nos da luz, la fe nos aclara, la fe ilumina toda nuestra vida, en la medida que nosotros aceptamos nuestra oscuridad. “Brille así vuestra luz (vuestra fe) ante los hombres” – Amén.

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