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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 8 de noviembre de 2011

Homilía XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Prov 31, 10-13. 19-20. 30-31/ Sal 127/ 1-Tes 5, 1-6/ Mt 25, 14-30

«Muy bien, siervo bueno y fiel, puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu señor»

La liturgia de la Iglesia continúa en estas semanas finales del año litúrgico alentándonos para que consideremos las verdades eternas. Debemos sacar gran provecho de estas verdades para nuestra alma. Leemos en la Segunda lectura de la Misa (1-Tes 5, 1-6) que el encuentro con el Señor llegará como un ladrón en la noche, inesperadamente. La muerte, aunque estemos preparados, será siempre una sorpresa.
La vida en la tierra, como nos enseña el Señor en el Evangelio de hoy, es un tiempo para administrar la herencia del Señor, y así ganar el Cielo. Leemos en el evangelio que un hombre se iba al extranjero y llamó a sus empleados. Los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata; a otro, dos; a otro, uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó.
Se ve que conocía bien a sus siervos, por eso no dejó a todos la misma parte de la herencia. Hubiera sido injusto echar sobre todos el mismo peso. Distribuyó su hacienda según la capacidad de cada uno. Con todo, aún el que recibió un solo talento le fue confiado mucho. Pasado algún tiempo, el señor regresó de su viaje y pidió rendición de cuentas a sus servidores. Sabemos el resto.
El significado de la parábola es claro. Los siervos somos nosotros; los talentos son las condiciones con que Dios ha dotado a cada uno (la inteligencia, la capacidad de amar, de hacer felices a los demás, los bienes temporales...); el tiempo que dura el viaje del amo es la vida; el regreso inesperado, la muerte; la rendición de cuentas, el juicio; entrar al banquete, el Cielo.
Entendemos, pues, que no somos dueños, sino administradores de unos bienes de los que hemos de dar cuenta. Nos examinamos, pues, en la presencia del Señor para ver si realmente tenemos mentalidad de administradores o nos creemos dueños absolutos, que pueden disponer a su antojo de lo que tenemos y poseemos.
Mi cuerpo, mis sentidos, el alma y sus potencias, ¿Sirven realmente para dar gloria a Dios? ¿Qué hacemos con los talentos recibidos? Vale la pena ser fieles aquí mientras aguardamos la llegada del Señor, que no tardará, aprovechando este corto tiempo con responsabilidad. ¡Qué alegría si algún día podemos presentarnos ante Él con las manos llenas y decirle «Mira, Señor he procurado gastar la vida en tu hacienda. No he tenido otro fin que tu gloria».
El siervo que había recibido un talento fue, cavó en la tierra y escondió el dinero de su señor. Incluso intentó excusar su inercia echándole la culpa a quien le había dado todo lo que poseía: «Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo».
Así se comporta el hombre cuando no vive una fidelidad activa en relación a Dios. Prevalece el miedo, la estima de sí, la afirmación del egoísmo que trata de justificar la propia conducta con las pretensiones injustas del dueño, que siega donde no ha sembrado.
«Siervo malo y perezoso», le llama su señor al escuchar las excusas. Ha olvidado una verdad esencial: que «el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y después verle y gozarle en la otra». Cuando se conoce a Dios resulta fácil amarle y servirle; «cuando se ama, servir no solo no es costoso, ni humillante: es un placer. Una persona que ama jamás considera un rebajamiento o una indignidad servir al objeto de su amor; nunca se siente humillada por prestarle servicios. Ahora bien: el tercer siervo conocía a su señor; por lo menos tenía tantos motivos para conocerle como los otros dos servidores. Con todo, es evidente que no le amaba. Y cuando no se ama, servir cuesta mucho.
El Señor condena en esta parábola a quienes no desarrollan los dones que Él les dio y a quienes los emplean en su propio servicio, en vez de servir a Dios y a sus hermanos los hombres. Nuestra vida es breve. Por eso hemos de aprovecharla hasta el último instante, para ganar en el amor, en el servicio a Dios.
«Cuando el cristiano mata su tiempo en la tierra, se coloca en peligro de matar su Cielo…» (san Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n.46).
Aprovechar el tiempo es vivir con plenitud el momento actual, poniendo la cabeza y el corazón en lo que hacemos, aunque humanamente parezca que tiene poco valor. El Señor quiere que vivamos y santifiquemos el momento presente, cumpliendo con responsabilidad ese deber que corresponde al instante que vivimos, librándonos de preocupaciones inútiles futuras, que quizá nunca llegarán, y si llegan... ya nos dará nuestro Padre Dios la gracia sobrenatural para superarlas y la gracia humana para llevarlas con garbo.
La vida cristiana se vive en el tiempo presente sin agobios, sin angustias, sencillamente como hijos de la luz e hijos del día, con la sobriedad del amor. Él mismo nos dijo: “No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio peso. A cada día le basta su afán” (Mt 6, 34). Amén.

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