Ciclo
A
Prov 31, 10-13. 19-20. 30-31/ Sal
127/ 1-Tes 5, 1-6/ Mt 25, 14-30
«Muy bien, siervo bueno y fiel, puesto que has sido fiel
en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu señor»
La
liturgia de la Iglesia continúa en estas semanas finales del año litúrgico
alentándonos para que consideremos las verdades eternas. Debemos sacar gran
provecho de estas verdades para nuestra alma. Leemos en la Segunda lectura de
la Misa (1-Tes 5, 1-6) que el encuentro con el Señor llegará como un ladrón en
la noche, inesperadamente. La muerte, aunque estemos preparados, será siempre
una sorpresa.
La
vida en la tierra, como nos enseña el Señor en el Evangelio de hoy, es un
tiempo para administrar la herencia del Señor, y así ganar el Cielo. Leemos en
el evangelio que un hombre se iba al extranjero y llamó a sus empleados. Los
dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata; a otro,
dos; a otro, uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó.
Se
ve que conocía bien a sus siervos, por eso no dejó a todos la misma parte de la
herencia. Hubiera sido injusto echar sobre todos el mismo peso. Distribuyó su
hacienda según la capacidad de cada uno. Con todo, aún el que recibió un solo
talento le fue confiado mucho. Pasado algún tiempo, el señor regresó de su
viaje y pidió rendición de cuentas a sus servidores. Sabemos el resto.
El
significado de la parábola es claro. Los siervos somos nosotros; los talentos
son las condiciones con que Dios ha dotado a cada uno (la inteligencia, la
capacidad de amar, de hacer felices a los demás, los bienes temporales...); el
tiempo que dura el viaje del amo es la vida; el regreso inesperado, la muerte;
la rendición de cuentas, el juicio; entrar al banquete, el Cielo.
Entendemos,
pues, que no somos dueños, sino administradores de unos bienes de los que hemos
de dar cuenta. Nos examinamos, pues, en la presencia del Señor para ver si
realmente tenemos mentalidad de administradores o nos creemos dueños absolutos,
que pueden disponer a su antojo de lo que tenemos y poseemos.
Mi
cuerpo, mis sentidos, el alma y sus potencias, ¿Sirven realmente para dar
gloria a Dios? ¿Qué hacemos con los talentos recibidos? Vale la pena ser fieles
aquí mientras aguardamos la llegada del Señor, que no tardará, aprovechando
este corto tiempo con responsabilidad. ¡Qué alegría si algún día podemos
presentarnos ante Él con las manos llenas y decirle «Mira, Señor he procurado
gastar la vida en tu hacienda. No he tenido otro fin que tu gloria».
El
siervo que había recibido un talento fue, cavó en la tierra y escondió el
dinero de su señor. Incluso intentó excusar su inercia echándole la culpa a quien
le había dado todo lo que poseía: «Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas
donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y
escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo».
Así
se comporta el hombre cuando no vive una fidelidad activa en relación a Dios.
Prevalece el miedo, la estima de sí, la afirmación del egoísmo que trata de justificar
la propia conducta con las pretensiones injustas del dueño, que siega donde no
ha sembrado.
«Siervo
malo y perezoso», le llama su señor al escuchar las excusas. Ha olvidado una
verdad esencial: que «el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a
Dios en esta vida, y después verle y gozarle en la otra». Cuando se conoce a
Dios resulta fácil amarle y servirle; «cuando se ama, servir no solo no es
costoso, ni humillante: es un placer. Una persona que ama jamás considera un
rebajamiento o una indignidad servir al objeto de su amor; nunca se siente
humillada por prestarle servicios. Ahora bien: el tercer siervo conocía a su
señor; por lo menos tenía tantos motivos para conocerle como los otros dos
servidores. Con todo, es evidente que no le amaba. Y cuando no se ama, servir
cuesta mucho.
El
Señor condena en esta parábola a quienes no desarrollan los dones que Él les
dio y a quienes los emplean en su propio servicio, en vez de servir a Dios y a
sus hermanos los hombres. Nuestra vida es breve. Por eso hemos de aprovecharla
hasta el último instante, para ganar en el amor, en el servicio a Dios.
«Cuando
el cristiano mata su tiempo en la tierra, se coloca en peligro de matar su
Cielo…» (san Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n.46).
Aprovechar
el tiempo es vivir con plenitud el momento actual, poniendo la cabeza y el
corazón en lo que hacemos, aunque humanamente parezca que tiene poco valor. El
Señor quiere que vivamos y santifiquemos el momento presente, cumpliendo con
responsabilidad ese deber que corresponde al instante que vivimos, librándonos
de preocupaciones inútiles futuras, que quizá nunca llegarán, y si llegan... ya
nos dará nuestro Padre Dios la gracia sobrenatural para superarlas y la gracia
humana para llevarlas con garbo.
La
vida cristiana se vive en el tiempo presente sin agobios, sin angustias,
sencillamente como hijos de la luz e hijos del día, con la sobriedad del amor. Él
mismo nos dijo: “No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su
propio peso. A cada día le basta su afán” (Mt 6, 34). Amén.
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