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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 24 de enero de 2012

Homilía IV Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Dt 18, 15-20 / Sal 94 / 1-Cor 7, 32-35 / Mc 1, 21-28

¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo.

En el evangelio de hoy, san Marcos subraya el impacto que producía en la gente la enseñanza de Jesús. Nos dice que le escuchaban asombrados y que después, se preguntaban los unos a los otros: “¿Qué es esto?”, lo que equivaldría a decir “¿qué clase de hombre es éste?, y ¿qué significa este nuevo modo de hablar?”
Este “asombro” o admiración es lo contrario a la indiferencia. Y en ese sentido, es una reacción positiva ya que dispone a una respuesta. Es como un principio a la fe o a la “no-fe” del que le escucha. Cuando se escucha el evangelio de Jesús sin asombro, como quien oye “llover sobre mojado” o como si no fuera ya una noticia, pierde la oportunidad de ser liberado por su verdad salvadora. Limitarse a vivir un “cristianismo convencional” (por la mera tradición de que mis padres fueron católicos) es producto de una generación que ha perdido la capacidad de asombrarse ante el evangelio.
En la era de “las comunicaciones”, vivimos saturados de mensajes, palabras, imágenes, noticias y conocimientos al punto en que ya todo nos desencanta y aburre. Estamos más conectados que nunca y a la vez más solos que nadie. Parece que por el “Facebook” y el “Twitter” estás más cerca de los que tienes lejos y abandonas por otro lado a los que tienes a tu lado. Tanta información ha hecho que ya nada ni nadie llame nuestra atención. Los que prima es la utilidad de la información: -"¿Para qué me sirve esto?", "¿Cómo me resuelve esto?", etc.- y se marginan las preguntas por el significado y el sentido de la vida, se comprende que el evangelio pase sin pena ni gloria. Pues la gente no conecta con el evangelio, y, por tanto, no se asombra.
Posiblemente tengamos que preguntarnos hoy, si estamos proclamando el evangelio no como Jesús lo hacía, sino como los letrados y rabinos. Los letrados y rabinos enseñaban en Israel por oficio. Se limitaban a comentar la Ley, las tradiciones de los mayores, leer lo que estaba escrito y repetir lo que habían aprendido. Conservaban muy bien la letra, y una letra sin espíritu mata, no es capaz de asombrar a nadie.
Jesús, en cambio, habla “con autoridad”. Los que creían en él decían: "Tú tienes palabras de vida eterna". Jesús se presentaba como verdad viva y palpitante, como palabra encarnada. Lo que él decía, podían verlo en sus obras. Por eso maravillaba, por eso tenía autoridad, por eso era noticia. En su caso, hablar con autoridad era todo lo contrario de hablar autoritariamente. No sentaba “cátedra” sino que daba testimonio. No se impone: "El que tenga oídos para oír -decía- que oiga".
Jesús encarna al “Profeta esperado” que vaticinó el Deuteronomio. El pueblo en el Sinaí, aterrorizado pidió a Dios que no le hablara él directamente, sino por un mediador. Dios escuchó su ruego, en adelante hablará por medio de Moisés y después por los profetas. Pero el profeta, es un hombre de entre los hombres, mediador de la Palabra de Dios. Jesucristo, es más que un Profeta, es Dios mismo en medio nuestro. Por eso es que podía expulsar demonios. La expulsión de demonios era manifestación de su divinidad. El Reino de Dios es más fuerte que el poder sobre-humano del diablo.
La afirmación de Jesús como “Santo de Dios”, es, en realidad, equivalente a la de Hijo de Dios o Mesías. Hasta el espíritu maligno confirma con su testimonio la autoridad de la Palabra de Jesús. Jesús ha venido a acabar con la posesión; a soltar al hombre de las amarras que lo tienen atado; a desenredarlo de la red que lo enmaraña; a liberarlo en lo más profundo de su ser: “¡Cállate y sal de él!” –dijo Jesús- Y salió el demonio. Jesucristo triunfó definitivamente sobre el mal en la Resurrección, pero continúa su lucha en los cristianos en la medida en que se lo permitimos, en la medida en que no pactamos nosotros con el mal. En los Sacramentos, celebramos su victoria, participamos de ella: ofrecemos al Resucitado el espacio de nuestras vidas y de nuestra comunidad para que él se imponga al mal que anida y vive en nosotros.

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