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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 23 de octubre de 2012

Homilía XXX Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Jr 31,7-9 / Sal 125 / Hb 5,1-6 / Mc 10,46-52

«Tu fe te ha salvado»

Hace apenas unas semanas que hemos comenzado el «Año de la Fe». El santo Padre, Benedicto XVI, ha comenzado un nuevo ciclo de catequesis todos los miércoles para todo este año sobre el tema de la fe. Dice el Papa que este año hemos de retomar “la alegría de la fe”, comprendiendo que ésta no es algo ajeno, separado de la vida concreta, sino que es su alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y donándose Él mismo en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de manera luminosa que sólo en el amor consiste la plenitud del hombre (17-X-12).
Hoy se nos quiere hacer creer que “tener fe” es algo alienante, irrelevante o incluso una forma de barbarie contra la razón y el progreso. Sin embargo, basta tener un poco de buena voluntad para ver y darse cuenta no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios. Y en cambio, donde sólo existe el dominio, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde existe la arrogancia del yo cerrado en sí mismo, el hombre resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La experiencia nos dice que la fe cristiana, operosa en la caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida; más aún, la hace plenamente humana.
El Evangelio de este domingo nos coloca ante el relato, según san Marcos, de la curación del ciego, Bartimeo. En la manera de escribir, el evangelista está sugiriendo con fuerza que la falta de fe se identifica con la ceguera, lo mismo que la fe se identifica con recobrar la vista. El que cree en Cristo es el que ve las cosas como son en realidad, aunque sea ciego de nacimiento –o aunque sea inculto o torpe, humanamente hablando–; en cambio, el que no cree está rematadamente ciego, aunque tenga la pretensión de ver, e incluso presuma de ello.
A Bartimeo se le devuelve la vista para seguir a Cristo, no para continuar sentado, al margen, viendo pasar la vida, reclamando atenciones. Si de verdad se le han abierto los ojos, no puede por menos de quedar deslumbrado por Cristo, sólo puede tener ojos para Él y para seguirle por el camino, con la mirada del corazón fija en Él. Dice un Padre de la Iglesia, del siglo II, San Teófilo de Antioquía, que son nuestros pecados los que no nos dejan ver a Dios: “Ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones”.
A Bartimeo no le curaron sus gritos, sino la fe en Jesús; comienza gritando el nombre de Jesús y termina siguiéndole. Para san Marcos este seguimiento es más importante que la curación en sí misma. La fe pide una conversión de la existencia que da vida a un nuevo modo de creer en Dios.
Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma en profundidad a nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, de día en día, a mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en el Señor no es un hecho que interesa sólo a nuestra inteligencia, el área del saber intelectual, sino que es un cambio que involucra la vida, la totalidad de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe cambia verdaderamente todo en nosotros y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el gusto de ser peregrinos hacia la Patria celestial. Amén. 

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