Ciclo B
Jr 31,7-9 / Sal 125 / Hb 5,1-6 / Mc 10,46-52
«Tu fe te ha salvado»
Hace apenas unas semanas que hemos comenzado el
«Año de la Fe». El santo Padre, Benedicto XVI, ha comenzado un nuevo ciclo de
catequesis todos los miércoles para todo este año sobre el tema de la fe. Dice
el Papa que este año hemos de retomar “la alegría de la fe”, comprendiendo que
ésta no es algo ajeno, separado de la vida concreta, sino que es su alma. La fe
en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y
donándose Él mismo en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas
del Cielo, indica de manera luminosa que sólo en el amor consiste la plenitud
del hombre (17-X-12).
Hoy se nos quiere hacer creer que “tener fe” es
algo alienante, irrelevante o incluso una forma de barbarie contra la razón y
el progreso. Sin embargo, basta tener un poco de buena voluntad para ver y
darse cuenta no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos,
tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios. Y
en cambio, donde sólo existe el dominio, posesión, explotación,
mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde existe la arrogancia
del yo cerrado en sí mismo, el hombre resulta empobrecido, degradado,
desfigurado. La experiencia nos dice que la fe cristiana, operosa en la caridad
y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida; más aún, la
hace plenamente humana.
El Evangelio de este domingo nos coloca ante el
relato, según san Marcos, de la curación del ciego, Bartimeo. En la manera de
escribir, el evangelista está sugiriendo con fuerza que la falta de fe se
identifica con la ceguera, lo mismo que la fe se identifica con recobrar la
vista. El que cree en Cristo es el que ve las cosas como son en realidad,
aunque sea ciego de nacimiento –o aunque sea inculto o torpe, humanamente
hablando–; en cambio, el que no cree está rematadamente ciego, aunque tenga la
pretensión de ver, e incluso presuma de ello.
A Bartimeo se le devuelve la vista para seguir a
Cristo, no para continuar sentado, al margen, viendo pasar la vida, reclamando
atenciones. Si de verdad se le han abierto los ojos, no puede por menos de
quedar deslumbrado por Cristo, sólo puede tener ojos para Él y para seguirle
por el camino, con la mirada del corazón fija en Él. Dice un Padre de la
Iglesia, del siglo II, San Teófilo de Antioquía, que son nuestros pecados los
que no nos dejan ver a Dios: “Ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque
tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero
algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos
no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que
atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera tienes tú los
ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones”.
A Bartimeo no le curaron sus gritos, sino la fe en
Jesús; comienza gritando el nombre de Jesús y termina siguiéndole. Para san
Marcos este seguimiento es más importante que la curación en sí misma. La fe
pide una conversión de la existencia que da vida a un nuevo modo de creer en
Dios.
Se trata del encuentro no con una idea o con un
proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma en profundidad a
nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios. El
encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, de día
en día, a mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en
el Señor no es un hecho que interesa sólo a nuestra inteligencia, el área del
saber intelectual, sino que es un cambio que involucra la vida, la totalidad de
nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad,
emociones, relaciones humanas. Con la fe cambia verdaderamente todo en nosotros
y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino futuro, la verdad de
nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el gusto de ser
peregrinos hacia la Patria celestial. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario