Ciclo B
Gn 2,18-24 / Sal 127 / Hb 2,9-11 / Mc 10,2-16
«De modo que ya no son dos, sino una sola
carne.
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre» Mc 10, 9
Es interesante constatar que la sagrada Escritura
se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y
semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la visión de las "bodas
del Cordero" (Ap 19,9; Ap 19, 7). De modo que de un extremo a otro, la
Escritura habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución
y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones
diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas
del pecado y de su renovación “en el Señor” (1 Co 7,39) todo ello en la
perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (Ef 5,31-32). – CCE
n. 1602 –
La liturgia de la Palabra este domingo nos propone
la oportunidad de hablar sobre el tema de la relación de pareja y del valor y
el sentido del matrimonio para los cristianos, un tema que no sale muy a menudo
en nuestras predicaciones y que, por tanto, hoy será un buen día para hablar y
reflexionar sobre él, dada su importancia.
El texto de san Marcos que hoy meditamos, plantea
la cuestión por parte de los fariseos sobre la licitud o no del divorcio. San
Marcos escribe para los romanos, a quienes no les interesaba tanto la legislación
mosaica sobre el libelo del repudio cuanto el problema más radical de la
licitud del divorcio. Jesús fija con claridad el estado de la cuestión, pasando
a interpretar la ley de Moisés como una concesión necesaria por causa de la
dureza de corazón de los judíos, incapaces de guardar un orden moral más
elevado. En otras palabras, el problema no está en la legislación, sino en la
conducta humana. La misma concesión que hizo Moisés implica una tolerancia y en
cierto sentido una acusación. Las legislaciones podrán cambiar, pero la dureza
de corazón que busca justificar sus acciones detrás de leyes acomodaticias,
egoístas, inmorales, no podrán acallar la verdad de lo que Dios quiso desde un
principio en el proyecto matrimonial.
Jesús proclama lo que fue en un principio y lo que
debe ser el fin del matrimonio. Cristo, con su autoridad, dignifica la
institución matrimonial: restableciendo la pureza de la “unidad” primitiva
frente a la poligamia y la “indisolubilidad” del vínculo matrimonial frente al
divorcio y elevando la institución del matrimonio a sacramento de la nueva Ley.
A Jesús le interesa el mandamiento de Dios, no “la dispensa del hombre”; el
sentido del matrimonio en el plan de Dios, no sus desviaciones por la
obstinación del hombre.
Como siempre, Cristo va a la raíz de la cuestión. Jesús
invocará el Génesis para sancionar definitivamente la indisolubilidad del
matrimonio. Al rechazar el divorcio, lo que hace Jesús es remitir al proyecto
originario de Dios. Él viene a hacer posible la vivencia del matrimonio tal
como el Creador lo había querido «al principio». La propia voluntad divina será
la mejor garantía de la unión entre el hombre y la mujer: «Lo que Dios ha
unido».
Cristo viene a hacerlo todo nuevo. El es el
santificador que ha santificado la unión conyugal, haciendo de ella una imagen
de su amor y entrega por la iglesia. Cristo manifiesta que los matrimonios
pueden vivir el plan de Dios porque Él viene a sanar al ser humano en su
totalidad, viene a dar un corazón nuevo, un nuevo modo de amar. Al renovar el
corazón del hombre, renueva también el matrimonio y la familia, lo mismo que la
sociedad, el trabajo, la amistad… todo. Hoy se debate la institución
matrimonial por una cultura que pretende redefinir y vaciar de contenido la
esencia del matrimonio y la familia. Hoy, más que nunca, la Nueva
Evangelización requiere de todos los cristianos, claridad de ideas y voluntad
firme para custodiar lo que Dios nos ha entregado. Amén.
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