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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 30 de octubre de 2012

Homilía XXXI Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Dt 6,2-6 / Sal 17 / Hb 7,23-28 / Mc 12,28-34
“Escucha, Israel: Amarás al Señor, con todo el corazón” (Dt 6,2-6)

«Shemá Israel» (“Escucha, Israel”), son las primeras palabras y el nombre de una de las principales plegarias de la religión judía en la que se manifiesta su credo en un solo Dios. En tiempos de Jesús el «Shemá» era recitado cada día obligatoriamente por los judíos observantes, se rezaba también diariamente dos veces en las sinagogas y en el templo. Por lo tanto, cuando Jesús responde al letrado que le preguntaba por el mandamiento primero y lo hace citando el principio de esta oración, le recuerda algo que todos conocían muy bien (evangelio de hoy).
Consistía originalmente en un único verso que aparece en el texto de la primera lectura de hoy, en el Libro del Deuteronomio (6,4): “Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno…” (Shemá Yisrael, Adonai Eloeinu, Adonai Ejad). Este “Adonai es nuestro Dios; Adonai es Uno”, es considerada la expresión fundamental de la creencia judía monoteísta.
Dichas en su contexto, estas palabras no son propiamente la promulgación de un mandamiento aislado, aunque éste sea, en efecto, el primero y fundamental, sino una exhortación y una advertencia a Israel para que cumpla todos los mandatos y preceptos. Por eso comienzan recordando el motivo y la razón última de la fidelidad que en ellas se exige: que Israel no tiene otro Señor que Dios y que Dios, no hay más que uno. En consecuencia, Israel debe amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, lo cual implica el cumplimiento de todos los mandamientos y preceptos.
La respuesta más perfecta a la Alianza con Dios no es el temor, sino el amor; un amor total y único como es el amor que un hijo debe a su único padre. No olvidemos que la respuesta religiosa del amor al único Dios presupone la experiencia de Israel de haber sido amado por Dios de una forma única y singular. Lo verdaderamente nuevo en este texto no es el mandamiento del amor a Dios, sino el modo como este mandamiento se propone: como deber fundamental y compendio de todos los deberes religiosos, como razón y motivo último de todos los mandatos y preceptos.
Los rabinos, en tiempos de Jesús, discutían cuál de los mandamientos promulgados por Moisés, y multiplicados por la tradición oral, era el principal. Jesús le responde al escriba repitiéndole la «Shemá», dándole así validez a aquel precepto. Pero lo original de Jesús es unir ambos mandatos (amar a Dios y al prójimo) en un solo y principal precepto moral. Y deja claro que este doble amor constituye la base del culto verdadero y perfecto.
De modo que el primer mandamiento es doble: el amor a Dios y el amor al prójimo por amor a Dios. Este amor se llama caridad. Así también llamamos a la virtud teologal que es un don que infunde el Espíritu Santo a quienes son hechos hijos adoptivos de Dios, por el Bautismo. La caridad ha de crecer a lo largo de la vida en esta tierra, por la acción del Espíritu Santo y con nuestra cooperación: crecer en santidad es crecer en caridad. La santidad no es otra cosa que la plenitud de la filiación divina y de la caridad. La caridad tiene un orden: Dios, los demás (por amor a Dios) y uno mismo (por amor a Dios). Amar a Dios comporta elegirle como fin último de todo lo que hacemos. Actuar en todo por amor a Él y para su gloria. No puede existir en un cristiano un fin superior a este. Ningún amor se puede poner por encima del amor a Dios. «No hay más amor que el Amor» (Camino, 417); de modo que no puede existir un verdadero amor que excluya o postergue el amor a Dios. Hoy, esta Palabra nos invita a corresponder al amor de Dios con amor, en una total entrega de cuerpo y alma, ya que Él nos amó primero. Amén.

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